miércoles, 16 de noviembre de 2011

Distanciamiento, desamparo y otras cosas (Fernanda Ocampo)



He tenido hace unos días una experiencia un poco semejante a la que tuve años atrás, cuando puse mis pies en el avión que me llevaría a Francia por dos largos años. Quizás mucho menos radical, pero suficiente para volver a traer a la conciencia los sentimientos y vivencias que había experimentado en aquel entonces con tanta intensidad. A ellos quiero referirme.
Para comenzar, pienso que el primer efecto que la distancia supo provocar en mí fue el sentimiento de “desamparo”. Tal como aquí la entiendo, esta palabra no tendría inmediatamente ninguna connotación relativa a sentimientos de abatimiento o desesperanza. Claro que la vivencia del desamparo puede conducir efectivamente al pesimismo o desesperanza, pero me refiero aquí a una experiencia “anterior”: la de un cierto “desabrigo” o “desnudez” ontológicos, que pone ante la mirada un abismo que produce vértigo.
Concretamente: me había subido a aquel avión que me llevaría bien lejos de mi casa, de mi familia, de mis amigos, hacia un lugar desconocido, habitado por personas con costumbres, ideas, prácticas, que me eran vitalmente extraños, y cuya lengua había explorado, aunque imperfectamente. El mundo, tal como lo conocía, se desvanecía lentamente ante mis ojos, y se abría allí un gigantesco horizonte... ajeno e incontrolable. Recuerdo estar sentada en el avión, (preguntándome una y otra vez ¿por qué estaba allí ?), y de repente verme estallar en incontenibles lágrimas que durarían unas 16 horas (el trayecto de Buenos Aires a París) y luego unos 10 largos días. Recuerdo también estar sentada en el borde de la cama de mi nueva “chambre”, y sentirme una completa extraña entre 4 paredes blancas que me miraban con indiferencia.
No podía ponerle un nombre a aquel llanto desgarrador. Sólo experimentaba que procedía de un lugar muy profundo, que siempre había existido en mí, pero oculto y fuera de alcance. Ahora éste había sido descubierto e irrumpido súbitamente: como sucede cuando algún aventurero de territorios lejanos da sus primeros pasos en suelo virgen, y entonces parece que algo se rompe, y la tierra grita con dolor.
Este llanto se me asemejaba al del recién nacido en el momento de alumbramiento: pues mientras el pequeño abandona su antigua vida en el vientre de su madre, emerge a un nuevo mundo, mundo que está “allí” (desconocido, objetivo, imperturbable, aplastante), y con el que sólo se relaciona (al menos hasta el momento del contacto con su madre, mediadora) a través de ásperos y fríos roces.
Puedo decir en este sentido que mi viaje a Francia, fue de alguna forma, como un lúcido volver a nacer. Pero me interesa resaltar especialmente que entre el antiguo mundo que “perdía” y el nuevo mundo que comenzaba a “conquistar” (a hacerme “propio”), irrumpía con violencia algo parecido a un “espacio desnudo” despojado de “mundo”, que ahora se hacía presente a mi conciencia con vital claridad. Espacio que se abría ante mí como un abismo, y frente al cual no podía sentir sino vértigo. Se trataba de mi yo: contundente y real, pero a la vez gratuito, indefenso, mendigo e inasible.
Pienso que éste podría parecerse al yo del que hablaba Descartes cuando afirmaba “pienso, luego existo”, y del que hablarían más tarde Kant y Husserl en términos de ego puro o trascendental. El yo que el fenomenólogo alemán ha entendido como foco de actividades y pasividades, como subjetividad absoluta e irrelativa, y al que tarde o temprano identificaría con la “persona” del Lebenswelt, puesto que no hay propiamente ego sin mundo vital y sin alteridad.
Esa subjetividad, trascendencia incancelable llamada ego puro, a la que se llega por una suerte de abstracción (epoché), pero que no es sino un yo personal que vive en el mundo junto con Otros (puesto que no puede ser de otra manera), y cuyo subsuelo oscuro está constituido por sensaciones y sentimientos irracionales o pre-racionales: ¿no es finalmente la afirmación ontológica de la subjetividad como centro irreductible, como existencia incomunicable?, ¿el yo en su “soledad” absoluta?, ¿el yo descompuesto del domingo a la tarde?, ¿el yo de la angustia?                              
Éste, tal como (creo) haberlo visto aquella vez en una cierta experiencia de distanciamiento y desamparo, se me ha aparecido como un ser misterioso: una suerte de “subsistencia” real y rotunda, (soy, estoy “aquí”), necesitada absolutamente del mundo y del Otro para ser (propiamente un yo), y a la vez injustificada e inasible como un abismo que hunde sus raíces en la nada…
Confieso que no me atrevo a mirar de frente ese abismo sin El… No, si no estoy al abrigo de Su tibia y tierna mirada.
 Fernanda Ocampo











2 comentarios:

  1. Fernanda me hiciste vivir un poco tu experiencia de inmensa soledad y reconocimiento.

    Esa es la manera como describe Guardini lo que para él es la persona en sentido propio. Ser persona es poder decir "yo" y reconocerse como insustituible, inexpulsable, presupuesto y misterio. Y a la vez inmediatamente aparece la situación de esencial indigencia del yo sin el tú. Un cierto "absoluto relativo", quien gracias a que es alguna medida absoluto puede ser sujeto de una relación que le es de vital importancia.

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  2. Muy bien trasmitida la sensación. A mí me pasa y creo que es lo que quisiste decir, entre otras cosas, como que cuanto más nos alejamos de esos "tus" y "ellos" y el mundo en fin que nos circunda y nos define y nos hace ser lo que somos, nos encontramos desamparados y a la pregunta de ¿quién soy yo sin todo eso? ¿quién es mi yo desnudo? Te sentís más real que nunca y a la vez más consciente de la acuciante necesidad del otro, de sentirte un yo junto a...

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