viernes, 19 de agosto de 2011

Benjamin (Héctor Makishi)






El final estaba escrito
entre tus apuntes perdidos
de una noche sin paz.

No te gustaba la idea 
de Norteamérica,
pero muchas alternativas
no quedaban.

Y ahí te veo, Walter,
llegando a Portbou con 
el Ángel de la Historia
y sos vos el que tiene los ojos
desencajados, la boca
abierta y tus brazos
extendidos de dolor.

La morfina hace poco
efecto y lo que parecía
un refugio, es la Tempestad
que trae el Ángel tras
sus alas, no hay futuro,
no hay progreso…

Una vez, escribiste:
“Ser feliz
significa poder percibirse
a sí mismo sin temor”
Y así  es como te veo:
Traspasando, sin temor,
la Historia,
con tus palabras
que hoy
brillan en la soledad…


 Héctor Makishi

jueves, 18 de agosto de 2011

Butaca (María Mercedes Palavecino)


Gullermo Kuitca, Sin título, 1995, tecnica mixta sobre lienzo, 149.9x149.9



Avanzo sobre el piso alfombrado, compro entradas y me dirijo hacia la sala. La puerta está abierta, entro hacia esa oscuridad en donde tengo mi butaca asignada. Dentro de las posibilidades, la elegí, o tal vez, me tocó.
Me dejo caer con ímpetu por esas escaleras empinadas hacia mi lugar, y me ubico en él. Cómodamente sentada, observo lo que hay a mí alrededor: poco a poco va entrando la gente. Bajan lentamente las luces y comienza la película.
Gente distinta, reunidas en un mismo lugar para un mismo fin. Y sin embargo, aunque a simple vista pareciera que estamos sumergidos todos en una misma vivencia, hay en realidad un trasfondo interior de cada uno que enriquece la experiencia y que no se ve.
Uno frente a la película, puede emocionarse. Otro, identificarse con un personaje. Algunos los mueve a actuar, quieren cambiar algo. Otros, reflexionan sobre su propia vida, mientras que muchos simplemente se olvidan de ella.
Cada uno desde su lugar, interior y exterior, posee una visión única y experiencia única de lo que se le presenta.
Esto me hizo pensar que la realidad muchas veces se asemeja a una sala de cine. Tenemos un lugar único, muchas veces lo elegimos y otras tantas nos viene dado. Y en este último caso, podemos elegir qué hacer al respecto. Estamos todos frente a una realidad, la misma en apariencia, pero que cada uno vive de modo distinto. Una misma situación puede hacer llorar, reír, actuar, pensar, cantar, pintar, negociar, aprovechar…
Y cuántas veces no nos conformamos con nuestra butaca, porque vemos otras vacías y sentimos la necesidad de llenarlas. De sentarnos allí y tender la mano a aquel que está solo, que necesita ser escuchado, ayudado, motivado.
Nunca nos contentamos con ser meros espectadores de la realidad, sino que buscamos involucrarnos y crecer en ella. Resulta, entonces, que una butaca, simple, estática y hasta incluso vacía en apariencia, cuando alguien se sienta en ella, la llena de sentido: de un camino sin salida, pasa a ser una bifurcación de infinitas posibilidades. Y lo que es más, estos infinitos caminos se encuentran en algún punto, creando nuevos paisajes, nuevas imágenes, nuevas películas…



María Mercedes Palavecino

Búsqueda (María Teresita Suriani)


Van Gogh,  Unos zapatos,  1886, 37,5x45cm, óleo sobre lienzo



Que yo pensaba que buscar la verdad era como ir a casa.
Y no era.
Porque mi casa siempre me espera y no me equivoco nunca,
Y cuando llego siempre sé que estoy ahí.
Y yo pensaba que buscar…
Pero buscar se me tornó inevitable
Y, al mismo tiempo, lo que más quisiera evitar.
Porque busco todos los caminos pero parecen más bien cuestas.
Que las personas pareciera que cuando corren
La Tierra se les mueve en sentido contrario.
Y los mares, los océanos, los valles, las llanuras, se hacen interminables.
Porque la línea del horizonte, si bien inmóvil,
Se les aleja siempre un poco más.
Y cuando se miran al espejo sólo encuentran rostros
Y se pierden lo que tienen al lado.
Que cansa buscar y me desconcierta encontrar felicidad sólo en el descanso.
Porque se me acaban las agujas del reloj,
De este reloj hecho de tiempo.
Que se diluye aunque yo me detenga,
Y por eso siento esta imperiosa necesidad de no detenerme.

Ayer en Colanzulí, llegando a Iruya, conocí a una pastorcita de ovejas. En su diminuta humanidad no sabía de libros, de quaestios, de tratados. Pero parece que cuando camina de un cerro a otro la sigue un rebaño, y a cada paso que da sabe exactamente a dónde quiere llegar. Y busca siempre el corral, y después, un caminito angosto que llega a casa.



 María Teresita Suriani

miércoles, 17 de agosto de 2011

Búsqueda (María Sol Rufiner)


Tarot de Rider-Waite,  El Loco, 1910



Buscando ando la vida que quiero
¿Por qué la quiero?
Porque Él puso en mí
Su loco deseo

Locura es sin duda
Buscar aquello que quiero
Pero la vida no es vida
si uno no se arriesga
 a buscarla por entero


María Sol Rufiner

Buscar (Martín Grassi)



Joaquín Sorolla, El Baño. Estudio para ¡Triste herencia!, 1899, m 39 x 45, óleo sobre tela



Sacudo el cadáver
De una historia infértil
Y camino la luna
A la espera de una nueva sombra.

Anhelo la vida inculta
La penetración sin cuidado
De la naturaleza virgen,
Del sonido inarticulado.

Al final
              el rostro
                             al principio.
                             La vida
              también es
Muerte.

Cede el barro
Su lugar a la huella,
Y el pie desnudo
No siente sus dedos.

Arpegios de lámparas
De luz avara,
Tanteamos el espejo
Sin superficie.



Martín Grassi

martes, 16 de agosto de 2011

Buscamos (Martín Susnik)


Bárbara Drausal, Estímulo Visual,  técnica fotografía intervenida con acuarela


Buscamos. Es un hecho. Es enigmático, es misterioso, pero es innegable. Lo confirma incluso la paradoja de aquellos que buscan no buscar más. Por alguna razón estamos imperados a buscar. La lista es interminable y abrumadoramente variada: objetos de la más diversa índole, rostros, palabras, miradas, sensaciones, melodías, caricias, respuestas, de vez en cuando incluso preguntas, silencios... y ESO, que buscamos en definitiva, para que explique todas nuestras búsquedas y las ilumine con definitivo sentido.
A veces con calma, a veces a las corridas, a veces de la mano y otras veces por sendas solitarias... buscamos. Buscamos sin cesar. Activos y pasivos a la vez. Activos porque somos nosotros los que emprendemos la búsqueda y en ese buscar, incesantemente floreciente en nosotros, nos ponemos en movimiento. Pasivos, porque es como si estuviéramos “hechos” para buscar; como si nuestro núcleo íntimo, donde brota nuestra tendencia, no dependiera, en su originaria estructura, de nosotros. Nosotros mismos destinados y destinatarios de nosotros mismos, para buscar nuestro destino y buscarnos, en él, incluso a nosotros mismos.
¿Será que hay algo que nos empuja? ¿Desde adentro? ¿Desde atrás? ¿Desde (hacia) adelante? ¿Desde dónde y hacia qué...? ¿O será, como dicen algunos, que todo es una farsa, que simplemente juegan con nosotros, obligándonos a perseguir metas inalcanzables que se desvanecen en su inexistencia? Algo así sería demasiado difícil de soportar. Yo, al menos, no podría. Creo que sería el peor de los mundos posibles y, si tal fuera el caso, ya hubiera decidido apagar el pucho hace rato y retirarme mutis por el foro. En un mundo así sería mejor no estar, francamente. Sería mejor irse en silencio y abandonar el juego, sin patear tableros ni hacer escándalo, dada la inutilidad de toda protesta. En la peor de las escenografías posibles no vale la pena protestar siquiera; sería darle el gusto a un universo que se divierte burlándose de uno. Pero no puedo aceptar la opción. ¡No quiero! No es por capricho, no se malentienda. Es sólo que no puedo querer aceptarla. No depende de mí. Aún en ese caso sé que no podría suprimir la queja y un ardiente convencimiento me señalaría que sería legítima. Y si hay lugar para la queja es porque, en el fondo, las cosas deben ser de otra manera. Y esto implica que pueden ser de otra manera.
Buscamos... Debe haber algo para encontrar.
Anhelamos. Como si no estuviéramos completos. Como si fuéramos rompecabezas a medio hacer que necesitan, para ser completados, de las piezas de otros. Y lo sabemos, porque siempre nos falta cinco para el peso, si no más. No nos bastamos a nosotros mismos y nuestras incesantes búsquedas nos susurran que estamos hechos sedientos de comunión. Y hasta tanto esas comuniones no se dan (y tienen que poder darse, lo siento en los huesos) no podremos terminar de ser.
Buscamos. A veces sabemos qué, otras veces no, o no del todo. Nuestro tiempo se ha especializado tal vez en hacernos buscar sin pausa, impidiendo con ello, al mismo tiempo, que nos hagamos la pregunta sobre qué es lo que estamos buscando. Tal vez porque algunos titiriteros  creen que así podrán acarrearnos a esas persecuciones con las que, supuestamente, ellos salen ganando. Tal vez porque nos hemos tornado miopes y nuestra mirada, reducida a lo inmediato, ya no quiere explorar para ver qué buscamos en el fondo... Víctimas y victimarios, unos y otros. Consumidores y consumidos, por culpa propia y ajena. Activos y pasivos, pero en un sentido perverso. Tal vez, entre tanta búsqueda frenética, nos falte buscar sosiego.
Buscamos. No deja de ser curioso. Y lo más curioso de todo es que hay cosas que conviene no buscar demasiado, si es que uno en verdad quiere encontrarlas. Una norma vital de rasgo paradójico, cuyos alcances apenas sospecho. La conocen los insomnes, que no pueden conciliar el sueño cuando se empecinan en ello. La conocen los artistas, que cuanto más se afanan por forzar a las musas, más las terminan espantando. La conocen los arrogantes, que cuanto más respeto tratan de imponer, menos logran ganarlo. La conocen los cómicos, que pierden su gracia cuanto más se esfuerzan en causarla. Lo sé yo, que cuanto más me he preocupado por mí mismo, menos he podido encontrarme.



Martín Susnik

Bueno [estar] (Eugenia Guastavino)


Agencia Ad Honorem, El racismo puede y debe ser eliminado, Director Creativo Guillermo Caro



“El camino de Jesús está bueno” dijo hace pocos días el sacerdote a unos chicos que estaban por recibir su primera comunión. Esta expresión  que ya muchas otras veces me había retumbado en la cabeza, me hizo distraer de sus palabras, hasta que insistió y les afirmó que “seguirlo está bueno”.  Esta frase, “está bueno” que está hoy completamente incorporada a nuestra forma de hablar connota una precariedad que no es predicable de cualquier sujeto. El verbo estar, denota  un modo de ser actual, implica inestabilidad. Siempre hemos dicho que está buena una comida que desaparecerá en cuanto demos el último bocado o que estuvo buena una fiesta  a la que asistimos y ya es solo recuerdo. Pero también siempre hemos afirmado que es buena una película  o libro que nos gustan, o que es bueno hacer algo en  favor de otra persona.  Es decir  para realidades que tienen  una cierta permanencia habitualmente usábamos el verbo ser.
Sospecho  que detrás de la expresión “está bueno”  usada en lugar de “es bueno”, hay una intención no consciente   en quien la pronuncia de no imponer sus ideas, de afirmar que  lo que es bueno hoy para mí puede no serlo para vos mañana, un cierto temor al dogmatismo, que queda completamente atenuado con el verbo “estar”. No creo que fuera esto lo que quería transmitir el sacerdote, pero quizá al expresarlo así sentía que su mensaje era más liviano, menos autoritario.
A lo mejor, para no  correr el peligro de ser dogmáticos está bueno expresarse así…



Eugenia Guastavino

lunes, 15 de agosto de 2011

Bruma (Mimi Blaquier)


William Turner, Light and Colour (Goethe's Theory), 1842.



Volver a la bruma de los orígenes
al vapor de los confines
del mar y las montañas.
Tanteando indicios
me lanzo casi en sueños
a escuchar el rumor inesperado
a entrever la palabra
el brillo fugaz de una figura.
En la bruma
reconozco el llamado.
Un paso más
sosteniéndome en esa presencia


Mimi Blaquier

Brújulas (Sofía Montagnaro)


Charly Nijensohn, Un acto de intensidad
Videoinstalación, Salinas Grandes de la Puna, Argentina, 1999.




Brújulas. Estoy en un cuarto sin ventanas ni puertas. Sólo brújulas. Los únicos espacios vacíos son mi baldosa junto con otras cinco por las que me puedo ir desplazando (con mucho cuidado de no romper nada, claro) de un montón de brújulas a otro.
Si me detengo a pensar no recuerdo desde cuándo estoy acá. ¿Acá dónde...? Tampoco sé cómo llegué. De todas formas intuyo que el cómo y el cuándo no son lo importante. Tengo que averiguar por qué estoy acá; alguna razón tiene que haber. Acá… ¿Acá dónde…?
Intento contarlas pero al llegar a la número 78 me pierdo. Nunca fui de concentrarme mucho tiempo en algo. No sé cuántas son, pero son muchas brújulas. Parecería que no hay ninguna igual a otra. Miro para todos lados. Hay algo que me desconcierta. Algo no está bien: las agujas apuntan hacia diferentes lados. ¿Cómo puede ser que todas marquen un norte diferente? ¿El problema es de ellas o del cuarto?
Me cansé de fruncir el ceño pensando cuestiones que nunca voy a poder resolver. Mejor me siento. Hay algo que me hace acordar a La Historia Interminable de Michael Ende. Me acuerdo de Atreyu frente a las esfinges. Sólo mi respiración.
Tic, tac…tic, tac… Parece un reloj. ¿De dónde viene? Debe ser sólo mi imaginación en su desesperado deseo de sentir que no estoy sola. Tic, tac… No…es real: hay un reloj. Lo busco frenéticamente hasta dar con él. No entiendo cómo no lo vi, o mejor dicho, cómo no lo escuché antes. Cada vez entiendo menos.
Me vuelvo a sentar. No entiendo cómo mamá siempre apoyó cada cosa en la que yo me interesaba. A los 11 años fui al conservatorio de música a estudiar flauta traversa. ¿Qué puede saber una niña de 11 años de flauta traversa?
Estoy empeorando. Escucho dos “tic, tac…” a destiempo. ¿Había otro reloj? ¿Cómo no lo escuché antes?
Después de haber pasado por años de estudio de canto y diversos talleres de pintura, teatro y hasta patinaje artístico sobre hielo, llegué a la filosofía. Estuve cinco años estudiando este amor a la sabiduría (¿el amor se estudia?) para terminar trabajando en una compañía multinacional.
Ok… Cada vez son más relojes…y menos brújulas. Éstas dejan de ser lo que eran para convertirse en relojes. Brújulas, nortes, decisiones, relojes, tiempo… Poco a poco empiezo a hilar una idea que poco sentido tiene, aunque, teniendo en cuenta que estoy en un cuarto cerrado con brújulas y relojes, no sé qué es lo lógico y qué no. Cada vez se hace más inevitable el hecho de pensar que este cuarto es mi vida: es mi eterna búsqueda de eso. Amistades, amor, conocimientos, lugares, momentos, sensaciones, ideas, melodías. Siento que nací y que esta búsqueda empezó a mis 4 años con 12 palabras: “Mamá, ¿con qué se piensa? ¿Con la vida o con el corazón?”. Desde ese momento un impulso me hace recorrer diferentes caminos. Los caminos que elijo son abismalmente diversos, pero siempre los recorro con pasión y con ese convencimiento de que la búsqueda va a llegar a su fin. Soy grande: tengo 26 años y sigo buscando. Estoy estudiando otra carrera; tengo proyectos; tengo ganas de volver a teatro; tengo cada vez más amigos; tengo…tengo… No tengo tiempo… Esto nunca va a terminar, ¿no? Intento tranquilizar mi respiración. Menos brújulas, más relojes. Cada decisión es un sacrificio del tiempo; un sacrificio en pos de una idea. Más relojes, menos brújulas… Siento la necesidad de correr pero no hay salida. De repente me acuerdo de San Agustín y su corazón inquieto que sólo descansa en Dios. No me consuela. Siento que eso no es lo que busco. Eso… ¿qué es eso? Mi imposibilidad frente a una definición me dice que eso no es fijo. Los vientos cambian, los nortes también. Siento que es un juego eterno y que encima no conozco muy bien las reglas…
Otra vez estoy sentada. Ya no hay brújulas. No sé cuánto tiempo pasó, pero ya no hay brújulas. Sólo relojes. Mi respiración está más tranquila. Admito que hace un rato sentí asfixia y desesperación; las lágrimas cobraron independencia y no podían dejar de asomarse. Estoy más tranquila. Tic, tac… Sólo un reloj. Tic…tac… Tic… Silencio.



Sofía Montagnaro

domingo, 14 de agosto de 2011

Bosquejo (Noelia Vanrell)



Fernanda Cavallaro Regreso a casa
Collage, 2010, 100 x 80 cm. 39.37 x 31.49 in




Apenas trazos
todo promesas
todo por ser,
como un recién nacido

Entusiasmo de lo imprevisible

¿Y yo? dibujo ya hecho,
terminado a las apuradas
pintarrajeado en la superficie
(que no se noten los baches,
que no parezca incompleto).

Quiero volver a ser bosquejo,
apenas trazos,
todo promesas
todo por ser,
como un primer beso

Mi esperanza:
que no esté todo dicho


                                            Noelia Vanrell

Bosque (Federico Caivano)


Fabiana Barreda, Proyecto Habitat, Arquitectura ecológica, 2010



Frente a la clásica pregunta de qué prefiero, si la montaña o el mar, responderé sin dudar en toda ocasión: la montaña. Será que estar rodeado de árboles y rocas me provee de un sentimiento de seguridad que la inmensidad de tanta agua, inconstante y sin límites, me quita. Será también que sufro (o mejor, disfruto) un poco de horror vacui y entonces necesito un lugar cargado de cosas para entretenerme mejor. Porque es verdad que admirar el océano y escuchar el ruido de las olas da mucha paz al espíritu, pero yo por lo menos no sé si aguantaría mucho en tal estado.

Alguno me dirá que eso es porque estoy acostumbrado al ritmo de vida de la ciudad y que de vez en cuando es bueno retirarse a esa nada que no pide más que contemplarla. Pero creo que esa misma nada se encuentra en igual medida (aunque con distinto ropaje) en la complejidad que ofrecen los montes. Y de hecho, una ventaja que poseen éstos frente a la vida costera, es que son más fáciles de transponer al paisaje de las ciudades, son más fáciles de encontrarlos en nuestro hogar urbano. Con esto quiero decir que, por más que no sean lo mismo, suelo descubrir la corriente de un arroyo ahí donde corre el agua por una calle en pendiente hacia la alcantarilla (y cuando se inunda la ciudad pueden haber verdaderos torrentes de agua que compiten con algunos ríos). Encuentro la fauna autóctona allí no sólo donde haya nidos de palomas u horneros en los árboles o los postes de luz, sino también donde haya balcones con esas criaturas del bosque que fuman un cigarrillo o toman sol. Porque nuestros árboles artificiales también son ecosistemas complejísimos que nos determinan dentro y fuera de ellos. Y con estas comparaciones no creo estar diciendo nada nuevo, porque ¿quién no ha pensado en el señorío de la naturaleza sobre la urbanización al contemplar una brizna de maleza asomándose por entre las baldosas? Ya la palabra “maleza” connota una cierta soberbia en el desdén que se le tiene a la tierra que se apropia sólo porque en rigor no es de nadie.

En fin, toda esta interrelación de organismos y hábitats no parece ser tan compleja o evidente en una playa. Por eso, si tengo que elegir entre uno u otro, me quedo toda la vida con la variedad de los bosques y la irregularidad del horizonte serrado.



Federico Caivano

sábado, 13 de agosto de 2011

Bondad (Angel F. Cejas)



Raúl Soldi "Blanco, el más albañil de los colores"
óleo sobre tela, 130 x120 cm., 1976



Palabra que su propia fonética expresa afabilidad, suavidad, ternura y una sensación de paz.
Su significado, como una inclinación natural a practicar el bien, que es tender a la perfección, a ser agradable, gustoso y divertido, define claramente a la persona que practica esta virtud.
La felicidad que uno goza al tomar la mano de su prometida,  al besar a su amada, a la entrega irracional de una esposa a su marido, la emoción del nacer de un hijo, ver a una madre amamantar y acariciar a su bebé, y a la inocente pregunta de un niño, son
expresiones de la bondad que encierran estos actos en su reflexión más profunda.
Y como broche para poner en práctica esta bondad hacia todos los que nos rodean, nada más oportuno que transcribir un poema del caudillo cubano de la independencia de su país: José Martí (1853-1895), para tenerlo en cuenta como referencia de nuestra conducta:

Cultivo una rosa blanca
en julio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo:
Cultivo una rosa blanca.

¡Y vaya casualidad!: Blanca empieza también con “B”.



Ángel Cejas

Boludeces (Estanislao Zuzek)



Takashi-Murakami, Versailles exhibition, view-flower-matango



            Desde chico llevo inculcado que las “malas palabras” no debían ser empleadas, ¡nunca! En las mismas estaban comprendidas las relacionadas con la genitalidad. Tenían existencia, pero… ¡a no ser usadas!

            Originariamente boludo tenía connotación de idiotez, es decir, de hombre de pocas luces – en oposición a aquél cuyos pensamientos están iluminados por la razón. Por consiguiente, la boludez y las boludeces de ella derivadas también tendrían ese tinte descalificante, en menor o mayor grado. En principio, nada de valor podría trascender de una mente oscurecida y posiblemente influida por las ‘bajas pasiones’. Pero…

            Sobre el escritorio de mi amigo investigador D. entre libros y carpetas hay una cuya tapa está atravesada por una leyenda en letras grandes: “Boludeces”. A decir verdad, nunca me atreví a abrirla para conocer su contenido. Soslayo que se trata de ideas, proyectos o intentos intelectuales interesantes pero que no hicieran al tema central de sus desvelos de estudio – digamos, de importancia secundaria, de potencial foco de distracción de sus esfuerzos en pos del primero o de resolución más o menos sencilla pero que puede demorarse. Una manera, pues, de catalogar las cosas por su importancia relativa…

            Para mis adentros pienso que para lograr lo importante - por lo tanto: lo valioso - debo esforzarme con alma y cuerpo. Lo importante es costoso o, viceversa, lo que no es costoso – ¡no ha de valer la pena! Por eso las cosas sencillas que se realizan sin mucho esfuerzo mental o físico, aunque buenas y útiles, también solemos catalogarlas como cosas de poca monta, boludeces. Sin embargo, el sentido común me dice que la vida consiste de numerosísimas cosas sencillas bien hechas - ¿de boludeces, pues? ¡Cuántas son las cosas sencillas y sinceras que hacen feliz a la gente! Podríamos constatar innumerables circunstancias en las cuales alguna boludez apropiada contribuye a amenizar la situación y la armonía del momento, ¿no? ¡Bienvenida sea!

            Hay asuntos, relacionados con nuestra intimidad - en todos sus niveles - que tratamos de sustraer a la atención de la gente, a modo de ‘boludeces’ que, puertas adentro,  tanto apreciamos.

            Hay temas que preferiríamos que fueran boludeces como para que no nos comprometan y sigamos viviendo despreocupados. Al mejor estilo del avestruz metiendo la cabeza en la arena. ¿Acaso no nos asiste el ‘derecho’ de no ver ciertas cosas?... Pues, sí, cuando ‘estamos en soberbios’ el valor a esas cosas se lo asignamos nosotros… ¿Qué boludez, no? ¿Y si fueran trascendentes…?

            Estas son algunas de las variantes de boludeces que se me cruzaron. Tú que lees esto, seguramente podrás añadir otras, que seguramente han de ser muchas – buenas y de las otras - que hacen tan loca a esta vida y que – parafraseando a C. M. de Heredia – “loco hay que ser para vivirla”.

            En fin, parecería que asistimos a una interesante resignificación del vocablo boludez. También de la del aun descalificante boludo, que en la actualidad coexiste con la muletilla afectiva homónima para el trato afable entre amigos. Finalmente, a esta altura de mi vida aun me queda algo de ese chico y por ello la palabra boludo sigue siendo “mala” pero ya no tanto, aunque sí fea. En cambio, algunas boludeces ya me están resultando casi familiares.   


Estanislao Zuzek 

viernes, 12 de agosto de 2011

Bienvenidos (Mercedes Jacquelin)

Luis Felipe Noe, No tengas miedo, óleo sobre tela, 130x160




Bienvenidos a la humanidad,
al ser humano como especie.

Bienvenidos a la naturaleza humana,
a los que poblamos el mundo.

Bienvenidos, aún a los "malvenidos",
porque ostentan igual linaje.

Bienvenidos a los compasivos y altruistas,
porque expresan la genuina diferencia

Bienvenidos estos últimos y ¡gracias!
porque hacen más habitable el exilio.

P.D: Cuando se vayan,
cuando abandonen la humanidad,
dígannos adónde van...




Mercedes Jacquelin

Belleza (Nicolás Balero Reche)


Antonio Pugía- Homenaje a Modigliani , escultura

El pensamiento es dinamismo constante e imparable, cuántas cosas pueden llegar a pasar por este recorrido compuesto de millones de caminos; y sin embargo, a pesar de eso, estás en cada uno de esos caminos. El pensamiento está abierto a cualquier cosa que existe, puede llegar a pensar lo que sea; y sin embargo, el mío se conforma y es feliz con sólo pensarte a ti.
Y esto, sólo siendo un concepto, ni hablar cuando gracias al recuerdo puedo imaginarte y darte vida en mi conciencia. Y aunque estás viva en mi memoria, no soy tan buen artista; no puedo representarte tan bien como la propia realidad que fascina mis ojos.
La espera de poder verte es tan emocionante como la espera de la salida del sol. El cielo cambia de color: se pone rosa, se ruboriza con su salida; así como tú me ruborizas a mí; y como el sol, deslumbras mis ojos. Con tu llegada cambia la perspectiva de la mirada, de la vida entera: se carga de sentido. Tu llegada hace que me recorra el cuerpo un escalofrío, las rodillas me tiemblen, el estómago se cierre y el corazón palpite más rápido.
Ya no puedo estar ni conmigo mismo si no estás cerca. Y allí, a lo lejos, te veo venir. No sé qué será. Tal vez tu pelo bailando con el viento, ese pelo con forma única que sólo te caracteriza a ti, tan suave como la espuma de las olas. Quisiera que estés más cerca para olerlo y viajar al paraíso. Tal vez tu piel, esa piel que cuando la acaricio pareciera que estoy tocando infinitos pétalos de rosa. Tal vez tus labios, manantiales de mi desierto corazón; y tu sonrisa, remedio para cualquier tristeza.
Veo tu cuerpo caminando hacia mí, y confirmo el hecho de que somos creaturas hechas por Dios. ¿Quién más sino un perfecto dibujante? ¿Quién más sino un excelente pintor pudo haber hecho tal perfección? Tu existencia es un pequeño regalo de Dios para mostrarnos lo que verdaderamente es la belleza ideal.
Cómo quisiera volver a ver esos ojos transparentes, que cada vez están más cerca. Esos ojos sinceros, honestos, reflejos de tu alma pura. Un alma llena de fortaleza, llena de vida, llena de amor para dar. Cómo quisiera una pizca de ese amor que me plenifique y le dé un nuevo rumbo a mi ser.
Te veo y me siento pequeño. ¿Cómo cabe tanta humildad en tanta grandeza? ¿Seré digno de ti? No lo sé. Seguramente no. Sólo sé que sería feliz si tan solo me regalaras una conversación, una caricia, un perdón.
Cada vez estás más cerca, y cada vez me siento más yo mismo. No soy yo mismo plenamente si no estoy contigo, no soy hombre verdadero si no es en plena complementación contigo. Ya estás acá. Caigo de rodillas, me regalas una sonrisa; tu aroma, como un mar de jazmines; tus ojos, brillando como una noche estrellada. Es una mirada de amor, una mirada que ya me ha perdonado. El llanto me agobia. No existe nada más, todo más allá de ti se desvanece. Ya casi toco tu mano.  Y sin embargo, por más real que era, no llego a tocarte. Aún me faltaba algo: despertar. Y lo real es más cruel de lo que creía, me hace notar que ya no estás conmigo.


 Nicolás Balero Reche

Beligerante (Héctor Makishi Matsuda)


Ilustración de Tim Burton para La melancólica muerte del chico ostra y otras historias




Voy peleando las contiendas
de los días y me esfuerzo
por llegar vivo a las noches.


Cuando el invierno arrecia,
no hay cosa que más me deleite 
que una lucha bien peleada.


Esquivar, veloz, los golpes;
atacar primero al contrincante;
tener la defensa en alto
y como si fuera poco,
sonreír, siempre,  a pesar 
de la situación adversa…


Héctor Makishi Matsuda

jueves, 11 de agosto de 2011

Bélico (Ariel Mansilla)

Franz Marc, Calibán (para La Tempestad de Shakespeare), 1914



Desde que tengo uso de razón, él está parado ahí, manejando los hilos de la guerra interna, mi guerra interna. Se llama Bélico, un nombre bien ganado, con claras referencias a sus conductas y planteos. El no es más que un contrapunto de ideas con naturaleza conflictiva y razón propia.
Gris es el cielo cuando él está al poder, los humos de las batallas entre conceptos y sentimientos que él organiza lo tapan todo. Brotan desde lo más profundo del ser, ríos de colores como sangre saliendo del cuerpo, colores que ya no vuelven, que se pierden en el barro de la indecisión.
Aquel que me conoce sabe que Bélico tiene rostro propio, esos ojos llenos de ira, deseo, necesidad, pasión. La sonrisa demoníaca y el cuerpo erguido. Aplastante, superior, con el mundo como respaldo, él camina sin culpas, los destrozos que causa dentro de su portador no le importan en lo más mínimo. Su deseo es vivir, como sea, pero vivir. Su concepto de muerte es diferente al común, él cree solo en la muerte cuando lo que no hay es emoción, acción. Necesita adrenalina para sentirse vivo.
Lo cargo desde que nací, Bélico es mi contraparte a la hora de crear. Lloro, sufro, tiemblo, cuando él maneja las cosas. Pero hoy no veo una vida sin él, es la mitad de mi motor creativo, la mitad de mis ganas de ver más allá de los ojos. Es la mitad de todo. Sus guerras generan espacios a llenar, ideas a desarrollar, vida para disfrutar. En sueños, me mira desde lejos, consciente de que es real, que es una parte necesaria en mí, me observa con orgullo. Orgulloso de lo que soy. Sé que le debo mucho, pero no tanto como para darle control absoluto. Hay quienes dicen que “en el amor y la guerra, todo vale”, pero en mi guerra el amor es el arma fundamental, sin trincheras, con los sentimientos a flor de piel. Lastiman, pero por ahora no lograron matar.
Con el paso de los años, encontré maneras de sacarle frutos a todo lo que él genera, y llegue a ser lo que hoy soy. El fruto de una guerra interna, modificada para utilizar toda su potencia en función de crear y crecer.


Ariel Mansilla

miércoles, 10 de agosto de 2011

Blanco (Ángeles Smart)



Agustín Pecchia, Instalación portátil, 2010
Varillas plásticas recicladas e hilo elástico, medidas min: 0,15x0,20x0,18 m., máx:2,50x3,00x2,00 m.




No sé si me gusta la nieve porque es blanca, o me gusta el blanco porque la nieve es blanca.

La pintura de Raúl Soldi, ‘Blanco, el más albañil de los colores’, me enseñó a mirar con nuevos ojos aquellas de sus obras en las que prevalece el uso de ese color. Sobre el ‘Cuadrado blanco sobre fondo blanco’ de Kasimir Malevich podría estar departiendo horas y horas, ante el ceño perplejo de algunos alumnos que parecieran estar pensando “¿está hablando en serio?”. Los tajos de Lucio Fontana que siguen su ‘Manifiesto Blanco’ de 1946 no me cautivaron nunca tanto, pero tienen el afortunado privilegio de tener un lindo origen.
Las rosas blancas, los manteles de fiesta, los “corderitos” en el lago, los dientes de mis chicos, los delantales estudiosos de las escuelas públicas, los corderitos reales en el campo, las cocinas modernas, las perlas falsas, las sábanas blancas, el algodón de azúcar, la tiza en mis manos, las guardas de broderie, las salinas en el norte, los cúmulus nimbus, los vestidos de las novias, las estrellas en el cielo, las iglesias en los días de primera comunión.

No sé si todas estas cosas me gustan porque son blancas, o me gusta el blanco porque la nieve es blanca.

V. Kandisky en Sobre lo espiritual en el arte nos dice que si bien todos los colores resuenan en nuestro ánimo, desde el blanco no nos llega ningún sonido. Él es un gran silencio. Pero no el silencio de un fin a la manera del negro, sino el silencio desde donde todo puede ser alumbrado. Es el eco de la nada primitiva, “tal vez el sonido de la tierra en los tiempos blancos de la era glaciar”.
La posibilidad –el ser en potencia- con la fuerza semántica y metafísica que conlleva, detiene, por unos momentos, la irrevocabilidad de lo fáctico; permitiendo, a partir de ahí, la primera aparición de las variaciones imaginarias del mundo. Así el blanco es el color iluminado de lo posible. En él están presentes todas las oportunidades, la inmensidad de expectativas, la riqueza de mil novedades. Nombrados todos los futuros. El tiempo y la vida hacen el resto.

No sé si el silencio de las mañanas nevadas en el invierno me gusta porque son blancas, o me gusta el blanco porque la nieve es blanca.


Ángeles Smart

Blanca (Fernanda Ocampo)



Raúl Soldi, Día de sol, óleo sobre tela, 1957, 90x64



Cuando era chica… sólo quería ser blanca.
Como las palomas de la plaza, como la espuma del mar, como la luz del sol atravesando las nubes del cielo.
Y que mi delantal fuera blanco.
Como el telgopor, como la tiza, como el algodón.
Quería ser blanca para mamá y papá…

Luego pasaron los años…y aún quería ser blanca.
Como un hermoso cisne blanco, como la erguida luna, como una esculpida rosa de marfil.
Y que mis zapatos y sus huellas fueran blancos.
Como las regias pisadas del leopardo en la espesa nieve, como el imperturbable resplandor de las estrellas en los azulinos senderos.
Quería ser blanca para todos los demás...

Y así atravesada por esas rutas del deseo, en lo profundo buscaba ser blanca para Vos, blanca como la irreprochable perfección. Sin mancha, sin grises ni negros.

Y te ofrecía afanosamente mi blancura en esforzado deseo de comunión, sin darme cuenta de que no la exigías en holocausto por tu Amor.

Y así te buscaba a través de mi torpe y áspera pincelada blanquecina, y aún por intermedio de esos vericuetos del anhelo, me conducías lentamente hacia la egregia paleta de colores que me tenías reservada…       


Fernanda Ocampo

martes, 9 de agosto de 2011

Bestia (Clemencia Campos)


Nicola Constantino, Madonna, Premio de Honor Salón Nacional Fotografía, 2007-.





Bestia

Silencio apedreado,

calles de adoquines.


El mundo ha cambiado.

Ya las bestias no son animales,

los hombres han colmado la tierra con ciudades.


Y un tango acaramelado,

las medias de ellas enredan a cuanto paseandero

que baila en callejones desolados

en noches de luna perdida,

de oscuridad que invita a un farol que silba.


Cantan las bestias,

con dulces ronquidos,

una canción de soledad

en esta noche de guerra y  de lucha

entre la ficción y la naturaleza.


El lobo que se hizo bestia

acostumbra a bailar tangos

en Buenos Aires,

la cuna de farol que silba


Mientras enardecidos lobos

hacen de metrónomo,

para ir a ritmo y armonizan.



La naturaleza es el refugio del melómano.


Clemencia Campos

Basta de barriletes (María Echevarría)



Barbara Kruger, untitled we don’t need another hero, 1987


Hace poco armé un barrilete por primera vez en mis 27 años de vida. Armarlo fue divertido, emocionante, una tarea bastante amena y entretenida. Primero había que hacer la cruz que iba a oficiar de estructura o esqueleto, tratando de que quedara sólida pero a la vez liviana como para que pudiera levantar vuelo y no cayera por su peso. Después vino el papel. Elegimos los colores, le pusimos algunos dibujos y apliques. Le hicimos flecos a los costados porque nos pareció que quedaban lindos, nos imaginamos las tiras de papel flameando al viento. También le pusimos una cola, un poco de piolín con moños de papel celofán. Parece que le da ciertas ventajas al vuelo. Luego vino otra tarea de ingeniería, los vientos. Según las instrucciones que teníamos a mano (todo se puede encontrar en internet) llevaba dos vientos nomás, atados en los extremos de la varilla horizontal de la cruz. Nos pareció que tenía que llevar otros dos, en los extremos de la otra varilla. Y así lo hicimos. Una vez terminado quedó precioso, los dos estábamos muy contentos, casi felices contemplando aquello que habíamos podido armar después de un tiempo no muy extenso de trabajo compartido, tareas de ingeniería y un poco de imaginación. Hermoso barrilete.

El siguiente paso fue llevarlo al aire libre, ponerlo a prueba, hacerlo volar. Eso fue otro cantar. Vos tenías el barrilete y yo trataba de manejarlo con los piolines de manera tal que aprovechara el viento. Cuando no había viento, corría, cuando había, se me daba vuelta toda la estructura. Pero hiciéramos lo que hiciéramos se enredaban los hilos. De pronto entendí por qué “remontar el barrilete en esta tempestad” era algo tan complicado, comprendí por qué cuando una situación se pone difícil decimos que es difícil de remontar, aprendí muchas cosas ese día.

El barrilete no pudo elevarse más que uno o dos metros, nada. Nunca llegó a volar como siempre imaginé, o como vi que hacían otras personas. Nunca pudo mantenerse en el aire. En una de las tantas idas y vueltas se le rompió el papel. La cola tuvimos que cortarla varias veces, porque se enredaba con el hilo y los vientos. Y ahí quedó el barrilete, tirado en un rincón, sin poder nunca hacer aquello para lo cual lo habíamos armado con tanta ilusión, volar.

No sé si pueda volver a armar otro barrilete, para verlo fracasar nuevamente. Basta de barriletes para mí.


María Echevarría

lunes, 8 de agosto de 2011

Barrio cerrado/Bulevar (Marisa Mosto)


Xul Solar, Vuelvilla, 1936, Acuarela sobre papel, 34 x 40, Museo Xul Solar.



Barrio cerrado


“No hables con extraños”
           
Dice Zygmunt Bauman que los barrios cerrados son algo así como la “última reliquia de las antiguas utopías sociales”. Ya que no creemos más en la Revolución y como no pudimos instalar ninguna construcción utópica en la sociedad grande, nos conformamos entonces con fabricar  una pequeña comunidad homogénea cuya heterogeneidad si la hubiera, será prolijamente encerrada en las cuatro paredes de las casas de sus habitantes atendiendo al reglamento de admisión, luego  cercamos el barrio con alambradas y dejamos fuera con un gesto resignado todo lo que nos incomoda y tememos. Sin embargo la experiencia del que llega, tanto del visitante como de quien lo habita, de aquel que tiene que identificarse, dar razones de su presencia  y obtiene el visto bueno del agente de  seguridad que le levanta la barrera al pequeño Edén, es la  de quien arriba a la sede de la Penitenciaría, o la de quien visita a un enfermo al sanatorio y la recepcionista le indica el piso y el número de su habitación. La vida «plena», con todas sus miserias y grandezas, con sus diferentes colores, queda a sus espaldas. Ahora se encuentra en una especie de laboratorio construido ad hoc, como contrapunto  a los males que hemos generado con nuestro  sistema de vida y nos creemos incapaces de superar que se parece más al infierno que al paraíso, al infierno petrificado del abandono, (por temor a la violencia) de lo diferente.




Bulevar

            “que arriba mi calle se vistió de fiesta”

Sería lindo entonces reconstruir el bulevar. En el pueblo donde nació mamá había un bulevar ancho con plazoletas centrales, árboles en fila y bancos de madera donde las señoras mayores se sentaban en verano con sus batones a tomar la fresca y a hablar de sus cosas. Los chicos andaban en barritas de casa en casa,  comían un helado en lo de la Chela frente al Club Social  o hacían “mandados”: en el almacén del turco Chalú,   la panadería de la esquina,  la mercería de Porota. En febrero se montaba allí el escenario del corso. Bombitas y banderines  de colores atravesaban el bulevar; serpentinas, papel picado, pomos con agua o con espuma y gente, mucha gente. Todo el pueblo salía a la calle con o sin disfraz.  Disfraces muy precarios como podrán imaginar. Un año sin embargo, nos disfrazamos de  “Los Beatles” con mis primos. Fue una producción increíble. La modista nos hizo trajes dorados y el carpintero unas guitarritas (siluetas de guitarras) de chapadur forradas con papel metalizado. Hasta nos compraron unas pelucas de cotillón con flequillo que trajeron desde Rosario. Nos subieron a los seis Beatles a la caja de una camioneta y dimos vueltas y vueltas alrededor del bulevar, horas y horas por tres noches como en una calesita, y nos saludaba el turco Chalú, la señora Porota de la mercería, el zapatero Dominguez, la Chela de la heladería, mientras nosotros cantábamos como perros: “Ocho días tristes que pasé sin ti, desde que te fuiste nunca más te vi” (porque en inglés no la sabíamos). Todo el pueblo en la calle, esas noches de verano.
Sería lindo entonces reconstruir el bulevar. “¿Será mucho pedir?” como dice Sofi Montagnaro.


Marisa Mosto

Barriletes y bolitas (Ignacio Leonetti)



V. Kandinsky, Algunos círculos, acuarela, 1926



  No es mi intención tomar dos palabras empezadas con “b” y quitarle a otro la posibilidad que use alguna de ellas. Simplemente aquí están reunidos dos ejemplares de mi infancia -y la infancia de muchos- bajo una misma idea: la libertad de lo lúdico que gana oxígeno para los pulmones del alma.
 Es que así como nosotros remontábamos barriletes –el pasado está puesto adrede-, quizá también los barriletes nos remontaban a nosotros. Por lo menos, eso es lo que hacen ahora conmigo. Pensar en el barrilete es pensar en mi padre enseñándome a construirlo y elevarlo al viento con las bocanadas de aire caprichosas que podían tanto elevarnos al rango de “campeones del aire” o precipitarnos en la amargura de la impotencia. En este sentido el barrilete constituía un importante encuentro con la realidad más viva del mundo exterior, especialmente el mundo natural con el cual también confrontábamos a través de otros innumerables juegos que atrapaban nuestra imaginación.
  Saber remontar el barrilete era casi un rito de iniciación por el cual teníamos que pasar y a través del cual nosotros, niños, éramos niños más plenos en nuestros “deberes” infantiles. Era como asumir la responsabilidad pequeña de ser persona de ley. Y en este sentido también, en el barrilete se condensaban dos generaciones: el niño y el padre, su primer maestro. El niño aprendía por medio de su padre las tareas infantiles que éste ya había aprendido cuando contaba con el mismo puñado de años y eso era parte de la vida. Es más, era la vida. Así, barrilete y vida se encontraban misteriosamente entrelazados por dos pares de manos –unas añosas, otras pequeñas- que miraban al cielo las ondas andantes del viento y la tela.
  Las bolitas, quizá, sin escaparse a ese universo, sí, al menos formaban parte de otra galaxia. La galaxia de la amistad con los compañeritos del barrio o el colegio. Jugar a las bolitas y competir por ellas con las técnicas más habilidosas y depuradas en la carrera infantil por ser un niño experimentado y habilitado para estos quehaceres, era uno de los fines más anhelados por cada uno de nuestros corazoncitos. Las bolitas nos ponían en relación con los demás, otra cara de la realidad exterior. 
  Barriletes y bolitas; nosotros, los otros, la naturaleza y los desafíos y obstáculos que se interponían. Toda una escuela de crecimiento.
  Les decía lo del pasado… ¿Por qué? Porque ahora ya cuesta mucho encontrarse con niños jugando, ¡imagínense si se trata de encontrar a niños jugando a las bolitas o con barriletes! El primer argumento de la falta de niños en la calle es la inseguridad. Es cierto, pero hay otro más: hemos dejado que algunos sonajeros tecnológicos nos quiten la posibilidad de volar con el barrilete o confrontar con las bolitas.
  Si le vendimos el corazón a la tecnología desde la infancia estamos sonados porque la predeterminación binaria de la cibernética crea la ilusión -individualista y liberal por cierto- de poder hacer todo, de llevar a la plenitud nuestra libertad; pero nuestra libertad queda encerrada en la maraña de aquella misma predeterminación “de fábrica”, como los barriletes quedarían encerrados en la maraña insostenible de cables que hoy tapizan nuestro cielo. Y semejante situación, considero que aborda una realidad más profunda que es raíz y fundamento de lo que se ve en el exterior y que consiste en la falta de libertad creadora que parte del juego para hacerse vida y sentido.
  Bolitas y barriletes eran testigos de un corazón que gritaba metas reales que nos permitían superarnos a nosotros mismos; bolitas y barriletes nos hablaban de un ponerse en movimiento para ser uno mismo y andar la vida para vivirla y encontrar sentido. En cambio, frente a la inerme y estéril máquina de la virtualidad sólo nos vaciamos a nosotros mismos superando niveles de juego que sólo nos incitan a tener más niveles de otros juegos a superar. Poder remontar el barrilete de la mano de papá es real, verlo flamear en el aire y soportar los ventarrones es real. Ganar una bolita en un duelo infantil o ensuciarse las rodillas en el noble campo de la “competencia bolística” son cosas reales que nos hacen gustarlas a ellas mismas. Ganar un videogame (o perderlo, que es lo más funcional al negocio de la empresa que lo vende) no es real y no nos conecta con nada salvo nuestra ansia de posesión vacía y circular que nos termina transformando en parte de la máquina misma.
  Ya no hay barriletes, ni bolitas. Quedan todavía algunos papás que enseñen a mirar al cielo, también quedará por ahí algún pibe de barrio experimentado en las bolitas que se compadezca del chiquito que juega por vez primera y le devuelva la bolita perdida. Tratamos de quedar nosotros, quienes desde la filosofía o el arte, intentamos mostrar que jugar es cosa seria porque jugar hace bien al corazón, porque cuando esta sociedad -hambrienta de cosas genuinas- descubre un verdadero talento que se juegue por jugar lo valora, lo enaltece y lo toma de ejemplo.
  Quizá vivir sea tan complejo y apasionante como remontar un barrilete.


Ignacio Leonetti