domingo, 14 de agosto de 2011

Bosque (Federico Caivano)


Fabiana Barreda, Proyecto Habitat, Arquitectura ecológica, 2010



Frente a la clásica pregunta de qué prefiero, si la montaña o el mar, responderé sin dudar en toda ocasión: la montaña. Será que estar rodeado de árboles y rocas me provee de un sentimiento de seguridad que la inmensidad de tanta agua, inconstante y sin límites, me quita. Será también que sufro (o mejor, disfruto) un poco de horror vacui y entonces necesito un lugar cargado de cosas para entretenerme mejor. Porque es verdad que admirar el océano y escuchar el ruido de las olas da mucha paz al espíritu, pero yo por lo menos no sé si aguantaría mucho en tal estado.

Alguno me dirá que eso es porque estoy acostumbrado al ritmo de vida de la ciudad y que de vez en cuando es bueno retirarse a esa nada que no pide más que contemplarla. Pero creo que esa misma nada se encuentra en igual medida (aunque con distinto ropaje) en la complejidad que ofrecen los montes. Y de hecho, una ventaja que poseen éstos frente a la vida costera, es que son más fáciles de transponer al paisaje de las ciudades, son más fáciles de encontrarlos en nuestro hogar urbano. Con esto quiero decir que, por más que no sean lo mismo, suelo descubrir la corriente de un arroyo ahí donde corre el agua por una calle en pendiente hacia la alcantarilla (y cuando se inunda la ciudad pueden haber verdaderos torrentes de agua que compiten con algunos ríos). Encuentro la fauna autóctona allí no sólo donde haya nidos de palomas u horneros en los árboles o los postes de luz, sino también donde haya balcones con esas criaturas del bosque que fuman un cigarrillo o toman sol. Porque nuestros árboles artificiales también son ecosistemas complejísimos que nos determinan dentro y fuera de ellos. Y con estas comparaciones no creo estar diciendo nada nuevo, porque ¿quién no ha pensado en el señorío de la naturaleza sobre la urbanización al contemplar una brizna de maleza asomándose por entre las baldosas? Ya la palabra “maleza” connota una cierta soberbia en el desdén que se le tiene a la tierra que se apropia sólo porque en rigor no es de nadie.

En fin, toda esta interrelación de organismos y hábitats no parece ser tan compleja o evidente en una playa. Por eso, si tengo que elegir entre uno u otro, me quedo toda la vida con la variedad de los bosques y la irregularidad del horizonte serrado.



Federico Caivano

2 comentarios:

  1. Tanto el bosque como la serranía delimitan la visión - la definen. La montaña invita a las alturas - a la transcendencia hacia Lo Superior. En cambio, el mar nos incita a "surfear", es decir desplazarnos sobre su superficie casi infinita y encontrarnos con al Infinito; pero también nos ofrece la posibilidad de profundizar y - tsmbién - de trascender hacia las profundidades inconmensurables del Espíritu. Resumiendo: la vivencia genuina de la naturaleza - en cualquiera de sus formas - siempre nos conducirá al encuentro con Él.

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  2. No creo que en el paisaje esté la nada de la que hablás. Creo que es más bien a la inversa. Es el paisaje el que pone en evidencia nuestra nada. En la ciudad todo es espejo humano con sus más y sus menos y perdemos perspectiva.
    La naturaleza nos reubica, nos desarma.
    "¿Qué es el hombre frente al infinito?"

    Me resulta muy atractiva tu idea de pensar la ciudad como una reinterpretación o un símbolo de la naturaleza. Los balcones como nidos, y las caídas de agua a las alcantarillas como arroyos. Somos partes también de ese infinito.
    Esa "caña que piensa".
    La nada y el infinito. ¡Qué dificil!
    ¡Cómo para poder "estarse quieto" frente al mar!
    "Ni en la propia habitación"

    ¡Genial la imagen para el texto!

    Blas P.

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