lunes, 19 de noviembre de 2012

Travesaño (Ignacio Leonetti)

 “First AC” de Viena. 1931. Subcampeón de Europa.




 Mañana de domingo. 1937. Calurosa primavera regional apenas refrescada por el murmullo que la brisa provoca en las copas de los tilos vecinos.
  Sin embargo el murmullo en los árboles no es lo único que se escucha. Del potrero vecino suenan claras las alternativas de un partido de fútbol entre muchachos del barrio.
  Pibes y viejos miran al costado. Alguna señora grandota con la bolsa de los mandados estaría “pispeando” también desde la vereda de enfrente. Vaho tentador de algún asadito se cuela para dar honor y gloria a la carne vernácula.

  Cuenta la historia que Ernesto, de oficio mecánico los días laborables y futbolista los domingos, temido “inside” derecho, aquella mañana de domingo despachó un remate con su ya conocida potente pegada y el balón, pesado esférico de cuero y tientos, elevándose, vino a dar contra el travesaño para luego elevarse aún más con una caprichosa cabriola y terminar mansamente en los yuyos que –soberanos- vegetaban metros más allá en los confines del estadio.
  El “¡Uuuhhhh!” del piberío y el lamento del futbolista no fueron nada con lo que sorpresivamente aconteció luego. Sintieron un ruido a madera rota y desvencijada, tirantes que ceden y clavos que abandonan su destino. Justo ahí dónde la pelota había anunciado su golpe y restallado contra la madera casi en el ángulo que formaba con el otro palo, justo ahí, repentinamente la materia dijo basta y el travesaño se cayó al suelo vencido por el impacto casi al mismo tiempo que su victimaria finalizaba su rodado dejando tras de sí un camino alfombrado de pasto aplastado.

  La historia se contó por todos lados y contribuyó a la gloria de nuestro futbolista aunque en el fondo se supiera que muy probablemente el arco de madera, cansado de lluvias y fríos que lo desgasten, simplemente estaba viejo y un buen día demostró su vejez.

  Todos vivimos la sensación de “un tiro en el travesaño” al final del partido. El alivio o el sufrimiento dependen muchas veces de la fortuna con que tiros como ése se resuelvan o no en la tan ansiada como también tan temida conquista del gol. Es fascinante y digna de reflexión cómo puede condensarse la filosofía de la vida en el fútbol, cómo puede pintarse el alma humana con los colores contingentes del suspenso y la emoción.

  Medio siglo después, un Ernesto ya grande, jubilado de su oficio pero no de sus emociones y recuerdos, lleva en bicicleta a su nieto para que conozca la cancha en la que el abuelo desplegó “su magia” futbolística. Le cuenta la historia, magnificada por el correr de los años, de aquella hazaña en la que desarmó un arco con su potente derechazo y quizá alguien todavía recuerde en esos lares. Y al contemplar el mismo barrio y los mismos tilos, más añosos pero siempre rumorosos, dos lágrimas llenas de vida -¡y testigos de la vida!- ruedan por sus mejillas coloradas de tanto sol.

  Esas mismas lágrimas corren ahora por las mejillas del nieto crecido y agradecido que es el que les participa esta historia.

Ignacio Leonetti


domingo, 18 de noviembre de 2012

Soy Sueños (Federico Caivano)

Vladimir Kush - Flown with the wind.





Ayer soñé que era el viento. En el sueño, todo era igual en el mundo, menos yo. Todo era diferente entonces. Porque siendo etéreo era libre de ser lo que fuera. Un día era un amigo; el otro, un perro. A la semana era un dragón, luego fui una naranja y hasta llegué a ser mi propia sangre. Pronto hasta la Luna me quedó muy chica y quise ser el Sol. De ahí me convertí en el tiempo y todo límite desapareció. Mi vista fue mi oído y pude escuchar la luz. Mi universo se expandió hasta que ya no fui ni yo mismo. Y nada fue mío. Fui más que imágenes, más que palabras, más incluso que pensamiento; no sé qué fui. Fui reflejo de lo que no había sido ni seré nunca; cáscara de lo que no tiene centro. Hasta que desperté y me reconocí como un contingente, luego de haber sido todos los posibles. Porque había sido mundos que me habían creado a mí. Y me había hecho Otro, me había hecho Vez, antes de caer otra vez en mí.
Hoy no soy nada de todo lo que fui esa vez, que tal vez es toda vez que sueño. Sólo soy yo, solo, mezclando cosas que no saben lo que es mezclar, hablando de cosas que no saben hablar, que se mueven sin vivir. Quiero volver a ser todo. O mejor; quiero ser todos conmigo. Sólo un bostezo me renueva la esperanza de ser nuevamente el Ser. Y pienso que tal vez el último día suene a bostezo, a sagrado casi. Tal vez ese día vuelva a ser el viento. Como aquella vez, pero más perfecto. Como soplando al primer motor o como exhalando el fuego arcaico, primigenio, dentro del vacío mismo.


Federico Caivano

Sueño (Guadalupe Wimpfheimer)

Lucien Levy – Dhurmer, retrato de Suzanne Reichenberg (Ilust. blog)
http://pensaipinta.blogspot.com.ar/2011/06/lucien-levy-dhurmer-argel-1865-le.html






Los cortejos de la noche resuenan enmudecidos.

El vapor penetra y se acurruca en los pliegues de mis sabanas. Recrea historias amorfas, parodias de la nada y nombres que no refieren.

De vez en cuando,
nos ensucia el polvo que nos conforma.
Entra la roña, se invita ella sola.
Noche hiperbólica,
en que dialogo con el Todo
y la Nada.
Escucho el Vacío que acaricia y la Vida,
que me vuelve una partícula de ella.
Sueño de cal que visita mis poros, me susurra los misterios y entonces,
engrandece mi horizonte.
Algo me convoca. Los ritos emergen.
Algo me sorprende en el silencio,
me toca, me pellizca,
y yo lo dejo pasar.


 Guadalupe Wimpfheimer


sábado, 17 de noviembre de 2012

Señora (Eugenia Guastavino)

Botero, Pareja



Tengo 52 años, y no me gusta que me digan señora. Es ridículo. Sé que no soy otra cosa.  Ni siquiera creo parecer de menor edad, ni tengo un estilo especialmente juvenil. Pero igual me molesta.
Esto comenzó cerca de los 30, cuando oí que se dirigían a mí con ese epíteto por primera vez.  Creó que entonces me enfurecí, me amargué o ambas cosas  a la vez. Me dije “soy muy joven para que me vean señora”.  Pero el tiempo pasó y me siguió molestando. Por supuesto no de la misma manera. Pasaron más de veinte años, un poco me he acostumbrado, pero no logro que me resulte totalmente natural. Es que en el fondo sigo sintiendo que yo no soy “eso”. Aquello que se formó en mi mente como concepto de “señora” cuando las veía siendo yo chica a mi madre y todas las mujeres de su edad.  Eran para mí personas estables, con una vida resuelta, con muchas  certezas y pocas dudas, de las que se sabía siempre lo que se podía esperar. Pero yo, me veo desde dentro y claro, veo otra cosa. Pero los demás no tienen porqué saberlo. Mis hijas lo sospechan, y cuando hablan de las de mi edad nos llaman “las mamás”, jamás señoras.
Esto que estoy confesando es algo absurdo, sin sentido alguno, ni fundamento en la realidad.
Es simplemente un ejemplo de cómo el corazón no obedece siempre a la razón y lo subjetivo no logra acomodarse a lo objetivo.

Eugenia Guastavino

Peña (María Echevarría)

  Pedro Figari, El patio (Ilust.Blog) http://www.reprodart.com/a/figari-pedro/the-patio.html





                La verdad es que el grupo que está tocando no se luce demasiado, pero al menos son la excusa para que decenas de parejas practiquen un poco chacareras, gatos y escondidos. La noche está espectacular, ni una nube en el cielo, una cálida brisa refrescando a los bailarines y en el patio una modesta multitud de jóvenes intenta aprender a bailar. Algunos la tienen clara y van tirando letra, al grito de “¡vuelta entera!”, “zapateo” o “giro final”. Otros siguen como pueden las instrucciones. Pero casi todos se sientan, entre aliviados y decepcionados, cuando suena una zamba. Algunos no se atreven, respetuosos de la grandeza de este género, otros simplemente se quedaron sin instructores de baile. Sin embargo unos pocos se le animan, y bailan como nunca, pañuelos al aire, al compás del bombo y la guitarra. Y aún dentro de este grupo que se le anima a los lentos del folclore hay un grupito más selecto aún. Esos son los que me encanta ver. Las parejas que llevan años y años de estar enamorados como el primer día. Es increíble ver las transfiguraciones, las sonrisas, las miradas, la alegría y sobre todo el amor que dos personas son capaces de expresar en algo tan simple como una danza. Ella, con sus casi sesenta años a cuestas, vuelve a ser una quinceañera, sonrojándose bajo la mirada de él, que pese a tener apenas unos pocos pelos en la cabeza, y todos plateados, es el mismo muchacho de dieciocho años que sigue sin poder creer la belleza que tiene frente a sus ojos. Y en cada vuelta, en cada giro, en cada vuelo del pañuelo ellos se dicen mil cosas en un idioma que sólo ellos entienden, pero que los de afuera podemos intuir. Se aman. Lo dicen sus ojos, sus sonrisas, su delicadeza al bailar y esa atmósfera tan única que los rodea. Nada ni nadie más existe en el mundo, sólo ellos dos. Y si alguna pareja de amigos, intentando descifrar los movimientos que corresponden a cada compás, se tropieza con ellos, ni se enteran, no se inmutan. Ni siquiera los músicos están allí, apenas la música, que es excusa para esa manifestación tan honda y plena de dos almas enamoradas. Sí, lo sé, todo esto suena cursi. Pero a veces el amor es cursi, ¿quién soy yo para escribirlo de otro modo? El problema es que cuando uno ve semejante espectáculo, dos personas profundamente enamoradas, ya no se puede pretender menos.

María Echevarría