jueves, 7 de julio de 2011

Abrigo (Paula Munaretto)


Auguste Rodin


Todavía no me había vuelto a llamar. Es raro de él, porque verdaderamente siempre se acuerda de todo, no es como yo, que antes de hacer las cosas las pienso mil veces. Por supuesto, hablo de las cosas triviales. En todo lo que requiera de pensar verdaderamente, de decisiones que requieren un poco de atención, soy yo la que no piensa.
Era una tarde de primavera, la primera a decir verdad, ya que por más que la primavera había comenzado hacía algunos días, el sol parecía no haberse enterado de tal cosa. Por primera vez en muchos días se asomaban rayos de Sol por mi ventana. Por primera vez en muchos días, decidí no llevar abrigo.
Haríamos una salida al aire libre, “algún programa divertido” era lo que no paraba de escuchar en mi cabeza. Resonaba una y otra vez adentro mío esa frase: “algún programa divertido”. No sabía qué hacer, simplemente quería estar un rato con él: su sola presencia cambiaba mi humor. Ese era un “programa divertido”, lograr sonreír una vez más, aunque sea con solo ver sus ojos. Su mirada… había algo en su mirada que me atraía y no dejaba de asombrarme. No eran ojos azules, ni llenos de tonalidades distintas con infinidades de colores únicos como uno espera que sean los ojos más deseados de todos. Aun así, en aquellos ojos que parecían ser comunes a la mayoría de los hombres, sin gamas ni matices, encontraba más profundidad que en cualquier verde esmeralda del mar más exótico de la Tierra. Era una mirada que me conocía, que me comprendía y llenaba de paz. Era una mirada que me amaba. Era una mirada sincera, de esas que cada vez que se encuentran frente a uno parecieran revelarle todo lo que piensan, más transparentes que el agua de montaña, y más viva que los pájaros por la mañana.
Sin más, dejé por un momento de pensar en sus ojos y todo lo que ellos parecían traerme a la mente, para lograr encontrar “algún programa divertido”. En este punto debo admitir que mi mente siempre se mostró un poco escasa en imaginación a la hora de proponer nuevas salidas, por lo que terminó siendo una tarde de primavera en el río, compartiendo unas galletitas. Sonrisas, anécdotas, chistes, charla seria. Todo eso y más. Y al pasar la tarde, al caer el sol, al aparecer del viento, recordé que no traía abrigo. Bah, a decir verdad, mi cuerpo me lo hizo notar.
-Estás helada, ¿segura que no querés ir yendo?
-No, no, de verdad, me encanta estar acá.

La verdad era que sí, me estaba congelando. ¿Por qué me había olvidado de agarrar un buzo? ¿Por qué no quería llevar abrigo? Si sabía que más tarde refrescaría, ¿cómo me había olvidado de agarrar un abrigo? Y en ese momento, me miró. Me miró una vez más con todo su interior. Y ya no sentí más frio. Ya no importó más el viento, ni nada. Creo que eso era lo que a fin de cuentas había ido a buscar. En ese instante que en silencio me miró, noté que no estar abrigada era mi forma de mostrarme tal cual soy. Y para dejarlo en claro, ya no estoy hablando de un abrigo físico. Cuántas veces me puse los mejores tapados para no mostrarme insegura, para que todos vean que soy una persona con decisión. Cuántas veces usé capas de ropa para no tener que mostrarme tal cual soy, manteniéndome siempre en lo superficial, sin dejar que me conozcan enteramente. Y sin embargo, todas esas veces pasé más frío que aquella tarde. Esa tarde de primavera, salí sin ningún abrigo que disimule mi personalidad, pero esa misma tarde encontré mi abrigo en su mirada: Era una mirada que me conocía, que me comprendía. Era una mirada que me amaba.

Paula Munaretto

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