jueves, 8 de marzo de 2012

Herida (Paula Munaretto)

Gustav Klimt, Expectativa,


17.24 pm- Llovía. Quizás será que siempre llueve en estas ocasiones. Miraba la ventana, seguía todo igual: los mismos autos en la vereda, la verdulería con una gran multitud de gente -recordé que los jueves es el día en que cambian el stock-; las señoras tomando el té en el café de la esquina, comiendo cada una su porción de tarta de manzana… y yo, que continuaba esperando que llegue. Estaba atenta al menor ruido: sabía perfectamente que cuando él llegaba escucharía el motor de aquella moto que tantas veces oí, y cabe destacar que esta calle no es muy transitada.

Tocaría el portero y al mismo tiempo me mandaría un mensaje. Tenía esa manía de comunicarse por todos los medios posibles, aún sabiendo que con uno solo bastaba, y sin embargo a mi me encantaba. Su forma de estar nervioso como si fuera nuestra primera salida nuevamente, su manera de llegar perfumado y recién bañado. Cada nueva salida se preparaba para verme, pero esta vez no llegaba… Es verdad que no se caracterizaba por ser una persona puntual, de hecho siempre era yo la más preocupada por los tiempos, aunque estaba aprendiendo a relajarme. Seguía lloviendo. Cada vez más fuerte y ya parecía ser de noche en pleno verano. A decir verdad, hacía mucho que no llovía, ya era necesario que la tormenta venga. Todos respirábamos ese aire nuevo, fresco, esas nuevas ganas de quedarnos en casa hasta que vuelva el sol, ya hartos de tanto calor en la ciudad.

Miré al reloj nuevamente - 17.26 pm. No podía creerlo, siempre me sucedía lo mismo, el tiempo no pasa cuando estaba esperando que llegue. Era como si se congelaran las agujas del reloj y les costara más dar esa vuelta y avanzar. De hecho a veces he llegado a creer que se quedaba sin batería, y luego veía que seguía en movimiento. No sé si seré ansiosa o qué, pero verdaderamente quería que llegue. Verlo, abrazarlo, besarlo, simplemente estar junto a él. Sentirme segura, sabiendo que nada malo iba a ocurrirme, porque estoy con él.
Y llovía. Solamente llovía. Solamente esperaba. Así sucedió por una hora entera. Lo llamé. No atendió. Insistí en mis llamados, y finalmente contestó:

-¿No entendés que ya no va? ¿No entendés que no quiero estar más con vos? Ya está, ya te lo dije, no me persigas más.

En ese momento me acordé que él no iba a venir. En ese momento también recordé que hacía 1 mes que nos habíamos peleado, “las cosas no están funcionando” me había dicho… y desde ese momento que sigo esperándolo.

Y mi abuelo siempre me repetía que cuando algo me doliera mucho, piense en él. “En esos momentos -decía- recordá mis heridas de guerra; ya que las tuyas no van a dejar marcas externas te presto las mías, para que te acuerdes de lo que viviste, y puedas seguir adelante a pesar de ellas”. Y en ese momento supe que mi abuelo no se dio cuenta de que las heridas de guerra pueden dejar marcas externas, pero que las internas duelen tanto más, que borrarlas nos va a costar lo mismo que ocultar las externas: imposible.


Paula Munaretto

3 comentarios:

  1. ¡Qué triste Paula! Me hizo acordar a la "despedida" de Clemencia.
    Qué tremendo cuando uno quiere y el otro ya no. Qué espantosa soledad. Es paralizante. Esa parálisis me llegó con tu personaje que sigue viviendo en un pasado inexistente.

    ResponderEliminar
  2. Me impacta mucho ese olvido de la protagonista. ¿Qué mecanismo de defensa puede ser tan potente que niega algo que fue supuestamente ya dicho? y peor aún ¿cómo puede ser que alguien vea que algo no está funcionando y el otro crea que sí? paradojas de las vivencias subjetivas... lo que para uno es una cosa para el otro otra nada que ver. Esto más que una herida me parece una grieta existencial de las que calan bien pero bien hondo.

    ResponderEliminar
  3. Me conmocionó la bravura redentora del abuelo. Ciertamente las heridas interiores son durísimas pero que otro ofrezca sus heridas para sanar las tuyas... es de Dios!

    ResponderEliminar