jueves, 12 de julio de 2012

Lejanías (Jorge Oscar Marticorena)

"Camino a Santiago de Compostela", fotógrafo: La mirada del Angel.
http://lorenzolh.blogia.com/2011/061101-camino-de-santiago.php (Ilust.blog)





Las lejanías me seducen.
Prometen misterios para develar, desafíos para afrontar.
Amenazan con la necesidad de mirar a los ojos a emociones profundas, primarias, de esas que tienen que ver con instintos básicos.
El instinto de vida y el amor a la vida. El instinto de muerte y el terror a la muerte.
En mi tiempo de internarme en lejanías fui eligiendo algunas. A veces desafíos modestos, a veces magníficos y riesgosos.
En un anochecer en Sierra de la Ventana, regresábamos siguiendo unos profundos y solitarios cañadones.  Habíamos intentado una escalada en una pared de ese cañadón. Escalada que, en la posición que había elegido de primero de cordada, me llevó al límite. Al límite de mi fuerza, de mi equilibrio, de mi resistencia psíquica.
Descansando luego a la luz de una luna que aparecía, les comenté a los compañeros que yo había nacido muy tarde, porque ya había terminado la época de las grandes exploraciones, de esos locos que se lanzaron a explorar América, que remontaron ríos inmensos como el Orinoco, el Amazonas o el Paraná, que se atrevieron a penetrar los valles andinos, a buscar las fuentes del Nilo o mitos absurdos como la Ciudad de los Césares. A circundar el planeta. Ya no quedaban grandes ríos, extensos territorios, misteriosos continentes por descubrir.
Y de pronto, mirando la franja de cielo nocturno enmarcada en las paredes del estrecho valle por el que murmuraba el arroyo, comprendí que, posiblemente, había nacido en la época justa. Años atrás, una medicina recién descubierta me salvó la vida. En la época de las grandes exploraciones, yo hubiera muerto a los siete años.
El tiempo fue depositando sus arenas sobre esa comprensión.
Recordé deudas que eran deberes, asumí obligaciones que pensé ineludibles. Guardé en los rincones oscuros de los olvidos mis lágrimas de adiós a esas experiencias.
Dejé de interrogar a los mundos lejanos y me dediqué a responder a preguntas y necesidades tan cercanas que parecían mías. Pero siempre, como en los paisajes de fondo de los pintores renacentistas, aparecía lo que está más allá y sentía esa vieja seducción.
Así que fui retomando la costumbre de alzar los ojos y mirar más lejos. Y encontré caminos, maneras de permitirme pausas, de apartar las urgencias y encontrar  sendas más esenciales. Un poco, solo un poco más sabias.
Y un día volví a interrogar las lejanías de mi juventud más temprana. Y no con la mente. Con el cuerpo y con el alma. Renovando las ansias, formas, y métodos. Hasta las triquiñuelas que siempre hacen falta.
Hoy, retomo y ofrezco un amable consejo nada menos que del Rey Alfonso X El Sabio, porque pienso que también es un sagaz camino para alcanzar lejanías:

Quemad viejos leños
Bebed viejos vinos
Leed viejos libros
Tened viejos amigos





30 de Junio 2012. En casa, pensando en  la próxima partida.



Jorge Oscar Marticorena

4 comentarios:

  1. Me encantó Jorge! Cómo describís ése instinto tuyo a tomar una ruta, cualquiera sea. Y cómo esas ansias se van transformando a medida que va pasando la vida pero que en el fondo nunca perdemos. Está ese libro de D.H. Lawrence "The Rainbow" que habla del arcoiris como aquello que siempre "está más allá" y nos convoca, como tus lejanías. Qué bueno lo del sabio Alfonso!

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  2. ¡Qué buenos consejos Jorge! En tu alma hay una linda mezcla de pasión por lo nuevo y lo viejo. De vivir aventuras, paisajes y proyectos nuevos llevando en la mochila todo lo que nos ha hecho bien. De dejar huella y ser huella.

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  3. Me gustó mucho. El consejo de Alfonso me hizo acordar a este poema:
    Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
    tirando todo al fuego: poemas incompletos,
    pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
    fotografías, besos guardados en un libro,
    renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
    soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
    y así atizo las llamas, y salto la fogata,
    y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
    ¿no es la felicidad lo que me exalta?

    Cuando salgo a la calle silbando alegremente
    --el pitillo en los labios, el alma disponible--
    y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
    mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
    las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
    desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
    y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
    salpican de alegría que así tiembla reciente,
    ¿no es la felicidad lo que siente?

    Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
    pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
    aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
    y yo asisto al milagro --sé que todo es fiado--,
    y no quiero pensar si podremos pagarlo;
    y cuando sin medida bebemos y charlamos,
    y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
    y lo somos quizá burlando así a la muerte,
    ¿no es felicidad lo que trasciende?

    Cuando me he despertado, permanezco tendido
    con el balcón abierto. Y amanece: las aves
    trinan su algarabía pagana lindamente:
    y debo levantarme, pero no me levanto;
    y veo, boca arriba, reflejada en el techo
    la ondulación del mar y el iris de su nácar,
    y sigo allí tendido, y nada importa nada,
    ¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
    ¿No es felicidad lo que amanece?

    Cuando voy al mercado, miro los abridores
    y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
    los higos rezumantes, las ciruelas caídas
    del árbol de la vida, con pecado sin duda
    pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
    regateo, consigo por fin una rebaja,
    mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
    y abre la vendedora sus ojos asombrados,
    ¿no es la felicidad lo que allí brota?

    Cuando puedo decir: el día ha terminado.
    Y con el día digo su trajín, su comercio,
    la busca del dinero, la lucha de los muertos.
    Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
    me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
    y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
    y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
    sencillamente limpio y, pese a todo, indemne,
    ¿no es la felicidad lo que me envuelve?

    Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
    me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
    "Estaba justamente pensando en ir a verte."
    Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
    pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
    sino de cómo van las cosas en Jordania,
    de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
    y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
    ¿no es la felicidad lo que me vence?

    Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
    pasar por un camino que huele a madreselvas;
    beber con un amigo; charlar o bien callarse;
    sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
    mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
    ¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
    Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
    que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
    ¿no es la felicidad que no se vende?
    Gabriel Celaya

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  4. Teresita:
    Qué maravillosa poesía.
    Todo eso siento ... o trato de sentir
    Gacias

    Jorge M

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