viernes, 15 de junio de 2012

Köln (Jorge Oscar Marticorena)

Jorge Oscar Marticorena,  Catedral de Ferrara



Estuve en la catedral de Köln (Colonia), luego de paseos góticos que se iniciaron una noche en Paris, cuando una amiga me invitó, poco después de mi llegada, a visitar el Barrio Latino. Me hizo recorrer esas callejuelas estrechas y llenas de meandros hasta llegar a una esquina desde donde pude, de pronto, ver a Notre Dame.
Supe que era Notre Dame. No tuve ninguna duda. Muchas veces había visto las fotos de esa catedral. Sabía algo sobre el gótico porque tuve la suerte de encontrar, en el colegio secundario, un profesor de historia del arte que nos explicó los cómos y los porqués de ese estilo. Pero la dificultad con que me encontré para asimilar la sorpresa, la emoción, el placer de verme a mí mismo en ese lugar, contemplando esa belleza cargada de siglos de historias, me inmovilizó. En ese momento, solo podía mirar y ser feliz. Mi amiga se acercó, divertida. Me preguntó qué me parecía. Y yo solo pude murmurar
-          ¡Es fantástica!
Este fue un comienzo, pero no fue “el” comienzo. Toda mi educación secundaria transcurrió en un colegio de élite. Ingresé después a la Universidad de Buenos Aires que, con sus más, sus menos, sus impulsos y tropiezos, me enderezó hacia el camino de la búsqueda de la excelencia. Camino en el que me perdí varias veces, pero que retomé casi por casualidad al incorporarme a mi último lugar de trabajo en la Comisión Nacional de Energía Atómica.
Estando allí, me enviaron por un año a Paris, ciudad de mis sueños y fantasías, a trabajar en un centro de excelencia donde aprendí algunas cosas. Pero, visitando catedrales, museos, palacios, ciudades muy antiguas y muy hermosas, y también las huellas horribles de la guerra en los campos de Verdun, asimilé ideas muy valiosas. Una, la más importante, fue que no soy, ni quiero llegar a ser europeo, y que aunque lo quisiera no lo lograría, porque ya soy esencialmente otra cosa: argentino.
La otra, que me faltaba bastante para entender qué significa esa identidad.
Cuando uno vive, va viviendo. Quizá, sin saberlo, rutinariamente. Quizá desordenadamente.  Muchas veces corriendo tras  figuritas de colores cambiantes, ilusiones carentes de nobleza. Juntando mucha basura y, alguna vez, una joya extraña.
Hasta que, como por casualidad, se llega una experiencia integradora. Eso me pasó en un cine de Paris, viendo una película que resultó ser el empujón que me lanzó a un proceso que aún sigue, el de la construcción de mi identidad de argentino.
La película se llama La Hora de los Hornos. La realizó el Pino Solanas. Si quisiera describir lo que sentí en términos ampulosamente clásicos, diría que fue una experiencia de iluminación. Poniéndolo en un lenguaje mucho más popular, digo que me avivé de cuánto chamuyo me había creído hasta entonces.
Pensando, leyendo, volviendo a pensar, conversando. Caminando muchas calles. Entrando a casas, alguna palaciega, alguna villera. Arriesgándome, algo o mucho, nunca lo supe muy bien, en la militancia. Participando en una realidad que antes veía de lejos, con temor y rechazo. Así aprendí que era un colonizado, y lo difícil que es dejar de ser a la vez producto y víctima de un sistema colonial. Víctima privilegiada, por haber sido incorporada, a través de un largo proceso de entrenamiento, a una elite. Pero víctima. Y lo que es más triste, víctima enamorada del colonizador. Víctima preparada para representar al colonizador, para trasmitir el vasallaje.
Lo peculiar de estas historias es que nuestros colonizadores, a lo largo de procesos propios, fueron cambiando, ellos y sus estrategias. Y los vasallos, gracias a la sólida cultura que asimilamos, hemos ido transfiriendo nuestra dependencia a los nuevos amos.
¿En qué estoy, en qué estamos hoy? Soy uno de los muchos que, a través de procesos trabajosos y hasta dolorosos, hemos construido estas convicciones liberadoras.
¿Está todo bien, entonces?
Pienso que no. Me disgusta abandonar amores tan grandes. He preferido emprender el difícil camino hacia la síntesis de mis dos culturas, la argentina y la europea. Sintiendo que, además,  me atraen otras  menos afines, pero también cargadas de riqueza.
Como se me acaba el espacio, termino aquí. Pero todo ensayo, todo texto, debería tener un final adecuado. Las  palabras que siguen pretenden serlo.
Como objetivo actual de mi vida intelectual quisiera repetir un hermoso y arriesgado  pensamiento renacentista:
“Que nada de lo humano me sea ajeno”


Jorge Oscar Marticorena

3 comentarios:

  1. Gracias Jorge. Su texto parece un monólogo interior que va hilando una idea a través de momentos aparentemente heterogéneos. No vi la película de Solanas. Ahora quisiera verla para desnudar ese "chamuyo" (¡qué buena palabra!). Sólo allí entenderé bien a qué elementos de nuestra situación de colonos se está refiriendo.
    Me gustó el final, somos micrcosmos que reproducimos a escala lo atractivo (en el mejor de los casos) y lo deleznable de todas las épocas.
    ¡Qué belleza esa foto!

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  2. Tenés razón Jorge: es ese meollo de argentinos europeizados que somos. Y así como en Europa nos sentimos un poco raros, también nos pasa por estos pagos. Seguramente alguna vez te pasó lo mismo recorriendo Latinoamérica. Reconocemos nuestra relación con lo precolombino y nos llega muchísimo pero no podemos dejar de mirarlo desde nuestra hispanidad. Yo en esos momentos me siento que no soy ni chicha ni limonada... pero como decís vos es mejor eso, mejor emprender el camino de la síntesis que tener que optar por alguno de los amores. De esto ya se habló un poco con el tema del Interior y Buenos Aires también me parece.

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  3. Leì varias veces tu texto, me gustò mucho. Màs que nada tu objetivo final : "que nada de lo humano me sea ajeno" y me hizo acordar al principio de un libro de Unamuno que quiere reformular la frase porque humano no le dice nada, LO humano, generico, sino el hombre concreto,que ningún hombre me sea ajeno ni extraño.

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