lunes, 24 de septiembre de 2012

Música (Martín Susnik)




Siempre se encuentra a alguno que no tiene mucho interés por la literatura, nunca falta el que es indiferente a la danza, siempre hay alguien que se aburre con el teatro... pero es raro encontrar especímenes que se atrevan a decir que no les gusta la música. Por lo pronto, todos escuchamos música de vez en cuando, en alguna de sus múltiples variantes, y eso invita a pensar que la música les gusta a todos. La idea es polemizable, lo sé. Hay días en los que creo que no le falta razón al que sostiene la tesis de que a la mayoría de la gente no le gusta la música sino lo que ella les provoca: las emociones que ésta les despierta, los recuerdos que le trae, la letra que acompaña... La teoría afirma que son contados los casos de los que verdaderamente gustan de la música en sí. Es posible que haya algo de cierto en eso.
Pero, al fin y al cabo, ¿qué es la música en sí? “El arte de combinar los sonidos” dicen los manuales, y está muy bien. Más reflexiona uno sobre la cuestión, más se da cuenta de que esa definición acierta con su sencillez. Pero a la vez, ¡cuánto misterio insondable se esconde dentro de esa simple formulación sobre tan compleja realidad! En lo personal, no dejo de sorprenderme con las paradojas que la música me revela. ¿No es acaso curioso, por dar un ejemplo, que, siendo el arte que con más efectividad trasmite contenidos afectivos sin intermediarios conceptuales, sea a la vez un arte tan racional? Si Leonardo se animó a decir de la pintura que era cosa mentale, ¡cuánto más habría que decirlo de la música! Tan matemática por un lado (intervalos aritméticos, fracciones rítmicas, escalas y arpegios rigurosamente calculados, velocidades medibles...) y tan sentimental (ahí están los tonos menores invitándonos al recogimiento melancólico, los acordes disminuidos suscitando escalofriantes temores, los suspendidos impacientando nuestra espera de un venturoso porvenir, las séptimas despertando nuestra espontaneidad y los acordes mayores colmando de alegre serenidad nuestras almas).
¿No es acaso curioso también que, siendo la música el arte que “se toca”, sea a la vez el más “intangible” de todos? Tan llena de misterio impenetrable, la música supera no sólo al tacto, sino que la vista (sentido al que solemos considerar “superior”) tampoco tiene, rigurosamente, acceso a ella. Y sin embargo cuánto color tiene a veces y cuántas imágenes nos dispara... Si hasta hay pintores que buscan imitarla y “componer” mediante sus obras...
Notemos también a cuántos lugares nos transporta, justo ella que carece de espacio... En efecto, la música nos lleva a los más diversos lugares, pero ¿dónde están los minuetos de Bach o las sinfonías de Mozart? Alguno se apresurará a responder que en la partitura, pero sabemos que no es cierto. Esas hojas con tan particulares garabatos son tan solo simples (o no tan simples) indicaciones sobre cómo ha de ser interpretada la música, pero no son la música en sí. Además, si los oratorios de Haendel fueran su partitura, habría miles de “Mesías” en el mundo, cuando lo cierto es que hay uno sólo. Y, por si faltaran argumentos, piénsese en todas las veces en que hay música sin anotaciones, como bien saben algunos folkloristas, rockeros, jazzeros y especialmente los saxofonistas. La música gambetea la pregunta por el dónde, porque solamente responde al cuándo. Existe mientras suena; hay música mientras está siendo interpretada o bien, en los últimos tiempos, mientras algún artefacto la reproduce. La música es un arte del tiempo... del tiempo bien vivido. He ahí la enseñanza del hecho melódico: una conjunto de acontecimientos sucesivos que no se resquebrajan en la fragmentación, pues cada instante pretérito sigue vivo en el siguiente y cada segundo por venir brota de las entrañas de la misma travesía ya recorrida, dándole continuidad y perfección a una línea llena de sentido.
Y sin embargo, siendo un arte del tiempo es, paradójicamente, también el que mejor logra trascenderlo. La pieza musical es inmune a la erosión de los relojes, su patria es la eternidad. Las pinturas pueden perder su brillo y las esculturas sus extremidades, pero la 5ª sinfonía de Beethoven permanecerá para siempre inalterable, porque la pieza musical, una vez que es, no deja ya de ser. Siglos y siglos no son capaces de borrar una sola nota. Y a pesar de que nadie, ni el mismo sujeto, la interprete dos veces de manera idéntica, la obra es siempre la misma.
Qué locura tan genial esto de la música, si bien dice Nietzsche que, si no fuera por ella, tendríamos justificadas razones para volvernos locos nosotros. Yo no sé si eso vale para todos, pero intuyo que es cierto al menos en lo que a mí respecta.


Martín Susnik

2 comentarios:

  1. Para mí la música es mágica. Y ustedes los que saben componer, interpretar, tocar instrumentos, dirigir coros son como los Merlines de la música.
    La humanidad se divide en dos grupos: los seres humanos comunes por un lado y los músicos, los que han sido tocados por la varita y que forman parte de una especie privilegiada y tienen acceso directo a una dimensión misteriosa y profunda de la realidad.
    Creo que es por eso que dice Steiner: La música "ha sido desde hace mucho, continúa siendo la teología no escrita de aquellos que no tienen o rechazan todo credo formal. O para decirlo al revés: para muchos seres humanos, la religión ha sido la música en la que han creído."
    Me alegro de tener cerca a un gran Merlín de esos misterios. Siempre ligo algo de rebote.
    ¡Gracias por la música Martín!

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  2. ¡Grande, Martín! Después de escuchar - y gozar - de la "buena" música, de esa que enriquece, nos brindas una visión integradora de la misma y con mucha profundidad, que cada vez más admiro en tus escritos. Hago votos que esa 'locura' que la música provoca nos siga conservando humanos y... bien humanos - hermanados por el sublime y , a la vez hondo, goce de la misma - por siempre.

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