El adentro emerge hasta la superficie, a veces abiertamente, a veces discretamente, a veces visible sólo para algunos: descifrar esos signos secretos es lo que más me atrae.
Hay superficies en las que el entorno no escribió nada aún; en ellas es la fuerza vital la que se hace ver, empujando con energía, casi con violencia, desde adentro hacia afuera. Esas superficies, en un preciso momento, cuando de repente aparece una superficie externa que coincide con el deseo, aprenden a curvarse en una sonrisa. De lo contrario explotan en volcanes de indignación.
Sucede también que, cuando el anhelo y la donación coinciden, las superficies, curva y contracurva, se rodean y se funden en un único interior sin fisuras. Son instantes perfectos.
A menudo se da en cambio que lo de afuera haga crecer barreras, cierres, oscuridades; la superficie se repliega, esconde lo interior, lo defiende, pero también lo comprime en una densidad dolorosa. Mi función es llegar hasta ese punto sufriente y permitir de nuevo el despliegue de la superficie, la expansión en anchura de vida.
No le tengo miedo a que las superficies contiguas rocen la mía; le tengo más miedo a no encontrar ese punto preciso del despliegue, a buscar erróneamente la abertura, a no saber leer los signos de la superficie.
Los signos en mi superficie son, en cambio, muy evidentes, aunque no siempre son leídos. Estoy orgullosa de esos signos, esas marcas permanentes, esos pliegues del combate: recibí, amé, resistí, avancé en la vida.
Paola Delbosco