Una divertida anécdota de mis años de
adolescencia.
Era un día lunes, por la mañana, a mediados de
1970. Estábamos en clase, en tercer año del secundario. Sonó el timbre y
terminó la primer hora, la de Matemática y pasamos al recreo esperando la
segunda, la hora del profesor Ramírez, con su clase de Dibujo o Artes
Plásticas.
Todo el mundo se había esmerado ese fin de semana
en la casa, preparando un trabajo libre. Los mismos estaban colocados en el
piso a un costado del aula y, ya en el recreo, cada alumno tomó el suyo y lo
instaló sobre su pupitre. Así, se conjugaban un sinfín de materiales: dibujos,
pinturas, esculturas, pirámides, papeles brillantes, luces, lamparitas,
maderas, plásticos, metales, es decir, un concurso de imaginación y esfuerzo.
Era ideal para levantar nota y todos habían
elaborado su obrita de arte; las mejores serían enviadas a un gabinete para
exponerlas.
Bueno, todos habían trabajado, pero existía una
excepción, la oveja negra en dibujo: Alejandro Martínez. El Gordo era un
desastre y su situación se acababa de tornar dramática; se había olvidado de
preparar el trabajo. Colorado, transpirando, empezó a implorar ayuda. Nadie le
prestaba atención. Balbuceando se me acercó y rogó: ¡Negro!...por favor, ¡ayudame
que me hacen pelota! Tenía un promedio de cuatro y cara de futuro aplazo. Lo
miré con incredulidad y sólo atiné a decirle: -¡Pero, pedazo de b.......!,
¿cómo querés que te ayude faltando cinco minutos para la clase?
La cara del Gordo empezó a ponerse pálida. Me dio
lástima y alcé la voz:
-¡Muchachos, por favor, si les sobran materiales,
tráiganlos!
Quedaban cuatro minutos de recreo. Y allí
juntamos lo que pudimos: un pedazo de madera cuadrada, un metro de alambre y
cuatro rollos de hilo plástico de colores: verde, rojo, amarillo y azul. La
verdad, no había nada como para salvarlo.
Perdido por perdido tomé los rollos, anudé la
punta de los cuatro hilos y empecé a envolverlos alrededor del alambre. El
Gordo me miraba resignado a igual que el resto del aula; sonó el timbre y
quedaba todavía bastante alambre sin recubrir. Rogando que Ramírez se demorara,
apuré el trámite: corté el alambre sobrante y coloqué aquel pedazo de treinta
centímetros revestido de plástico en el centro de la tabla, en el agujero que
otro "artista" acababa de perforar con un clavo. Luego entre todos lo
retorcimos una y otra vez hasta encontrarle una forma más o menos aceptable,
psicodélica. Pero en verdad, no había opinión dividida, aquello había resultado
ser una perfecta porquería. Con mucha suerte podría zafar con un cuatro.
Llegó Ramírez enseguida y, banco por banco,
empezó a inspeccionar los trabajos y a repartir notas buenas y regulares.
Cubierta más de la mitad de la clase, sobresalían
tres diez que iban a exposición.
Entonces llegó al banco del Gordo, que tenía la
sonrisa dibujada y las manos temblorosas, y todo el mundo contuvo la
respiración. El profesor acomodó sus gafas y levantó el adefesio con las dos manos.
Lo observó detenidamente, lo rotó, tocó el alambre, los hilos, y luego de unos
segundos interminables, preguntó:
-¿Dígame, Martínez, como hizo para conseguir esta
combinación de colores?
Se refería, pues, a los hilos trenzados alrededor
del alambre. El Gordo lo miró, tragó saliva y, sospechando que algo extraño se
había cruzado por su imaginación, le contestó con su mejor cara de póker:
-¡Fue difícil señor, laborioso, pero lo conseguí!
Ramírez depositó el trabajo en el banco, se sacó
las gafas con lentitud, miró al alumno, apoyó una mano en su hombro y entonces,
ante la incredulidad general, soltó una frase inesperada, inconcebible:
-¡Excelente alumno Martínez!...tiene un diez....
y va ¡¡a exposición!!...
Oscar Gómez Salmerón
Muy divertido Oscar. ¡Eras un genio del automatismo surrealista sin saberlo!
ResponderEliminar¡jaja! Me encanto como relataste esa situación en el aula. Llena de colorido-
Es mi humilde aporte, un recreo naif para este espacio de filosofía
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