Bajo las sábanas podía notarse el contorno de los huesos recubiertos con la poca carne que le quedaba. La respiración agitada del anciano dejaba espacio para algunas frases cortas y sólo conectadas entre sí por una conciencia inquieta y dispersa. Las pupilas dilatadas por la escasa luz que penetraba a través de las rendijas de los pesados cortinados dejaban pasar ante sí a rostros presentes y ausentes. “Mañana la toqué mejor… mañana la toqué mejor…”. El gran cardenal, príncipe de la Iglesia, se debatía en una solitaria agonía. Ya no quedaba nada de su elegante porte señorial. Tan temido y admirado por oponentes y leales. “Excelencia, pase usted… Eminencia, a sus órdenes…, Monseñor, en qué lo puedo ayudar, Padre T., que busca usted…; T. … prometes respeto y obediencia… T. venga aquí inmediatamente…, T. es la última vez que te lo digo…, T. dónde estás…
“Mañana la toqué mejor…” Está
delirando, ya no le queda mucho; díganle al secretario que avise al Nuncio…,
no, a la prensa no. El Padre G. es el albacea, que venga rápido. “Mañana la
toqué mejor”. Ya no sabe lo que dice, es una pena, un hombre tan brillante… El
presidente llamó hace un rato. Quiere saber a qué hora lo van a velar.
Insolente, ya lo quiere ver muerto. ¡Ssshhht! No, no es nada, parecía que había
dejado de respirar. No hagan ruido, continúen rezando con las hermanas…
“Mañana la toqué mejor…” En la
iglesia del seminario, cuarenta y tres años antes, un grupo nutrido de sotanas
camina procesionalmente a recibir las órdenes menores. Hay tres lectores, cinco
acólitos, dos subdiáconos, seis exorcistas y ocho ostiarios.
Según la norma del seminario
había ensayado la celebración no menos de tres veces, sin embargo, cada uno de
ellos caminaba con la inseguridad de quien está entrando en la casa vacía de un
extraño.
Las oraciones se sucedieron en un
pulcro orden y cada uno fue recibiendo lo propio. Cuando llegó el turno del
seminarista T. la emoción lo embargaba como un fuego reconfortante. Con
ansiedad fue a cumplimentar el final del rito en que cada uno hacía sonar una
campana invitando al pueblo a participar de la Misa. Pero ¡ay!, justo en ese
preciso momento, la transpiración de las manos le jugó una mala pasada y la
campana de bronce que estaba recostada en un almohadón de seda, se patinó entre
sus dedos haciendo surgir de ella, no el sonido armonioso que esperaba, sino
algo entre metálico y mudo que generó algunas risas cómplices de otros
seminaristas.
El resto de la celebración
trascurrió sin defectos, y las caras de todos intentaban mostrar la alegría del
paso dado hacia el sacerdocio. Pero en el interior de T. sólo había lugar para
un reproche. Era lo único que tenía que hacer bien, y había fallado. Había
fallado…
¡¡¡Ssshhhhtt!!! Más respeto por
favor. No levanten la voz. Padre H. llame al médico, esto no va más. “¡Mañana
la toqué mejor. Mañana la toqué mejor!”
En el último instante de lucha,
la memoria se detuvo en el momento desinteresado del ideal, cuando creía estar
haciendo las cosas por el simple hecho de hacerlas perfectas, y allí,
justamente allí, tuvo la impresión de que había fallado.
P. Andrés Rambeaud
Me hizo acordar a Rosebud, Andrés, el viejo trineo de El Ciudadano, de Orson Welles. Allí también el personaje se está muriendo tras haber alcanzado un enorme poder y ese su recuerdo de la infancia más querido empezó a ocupar toda su alma.
ResponderEliminar¡Un detalle! ¡Cuánta fuerza hay en un detalle!
Rosebud fue la fuente de la energía que movilizaba sus ansias.
Tu sacerdote vuelve a su pequeño "fracaso" a su "culpa" la que seguramente no sea tal a los ojos de su Padre.
Me hizo pensar en el balance de los finales, un poco como en la época que estamos viviendo a fin de año. Cada año es una pequeña muerte, ¿no? Me quedo pensando en cuál sea mi Rosebud o la campanita que no supe tocar bien.
Coincido Marisa: Cuánta fuerza hay en un detalle! tengo algunos claros, y es allí donde la humildad es el único camino para no caer en la desesperanza.
ResponderEliminar