De chico tenía pesadillas. Pero
pesadillas no de chico. Mi gran cuco, mi gran tormento, lo que me hacía
transpirar frío en las noches era nada más y nada menos que el infinito, una
suerte de infinito matemático, que era quizá el único que a esa altura podía
concebir.
El terror era el siguiente
(disculpen si no suena terrorífico; es que el sueño no se daba en palabras ni
en conceptos, sino en una suerte de sensación intelectual):
Algo así como dos líneas
infinitas (insisto: quizá era la única imagen de infinito que en la escuela me
habían sabido enseñar), desesperantemente paralelas, abrían sobre mí un
corredor interminable, que era siempre caída. Aquel extraño infinito era el
vértigo de una caída que jamás acababa, que se creaba a sí misma con el caer.
Porque en el sueño -eso está claro- no se caía a determinado lugar; simplemente se
caía. Y esa caída, como ya dije -el sueño era muy insistente en eso-, era
infinita. Líneas que no tenían fin, pero que eran al mismo tiempo
inevitablemente lejanas entre sí, abrían un vacío oscuro por el que este pobre
chico caía, intentando asirse de líneas que no tenían -como todo el mundo sabe-
consistencia alguna. En el sueño entraban a jugar también curvas eternas, que
daban al conjunto una especie de estética macabra. Lo más desesperante del
asunto era quizá la inexpresable sensación al despertar, aterradísimo como
jamás estuve, y no saber cómo expresar o justificar -la razón busca causas que
no siempre deben estar ahí- aquél vértigo inigualable de una caída abismal.
Hoy el tiempo me ha ido golpeando
con abismos e infinitos. Quizá la costumbre o el haberme curtido me hayan
vuelto un especialista en el asunto. Hoy ese chico que temía al infinito se ha
vuelto un habitante de abismos, una especie de saltarín de vacíos. Ese corredor
sin bordes ni sostén, en el que sólo hay caída, es hoy la oportunidad de
crearme a mí mismo, de bailar acá y allá, de amasar de la nada las estrellas
que decoren mi firmamento. Ese infinito hoy se ha vuelto mi lugar más propio,
mi hábitat, mi hogar, a veces abierto a la visita de un amigo, a veces cerrado
a mi soledad.
Pero lo cierto es que, algunas
noches, esa caída infinita me sigue aterrando, y lo único que espero es poder
aterrizar en un abrazo.
Guillermo Barber Soler
¡Qué fea pesadilla Guillo! Un infinito que te devora, te succiona. "El silencio eternal de esos espacios infinitos, me aterra" (Pascal)
ResponderEliminarY aquí, como en Pascal, aparece una relación ambivalente con el infinito. Pues también te abrís naturalmente al infinito.
Parcería que cierta experiencia del infinito nos es hostil y otra nos es como connatural. Qué seca sería la vida sin esa percepción del infinito en lo finito que aparece en la amistad, el amor, el arte, en esas paralelas que en algún momento se saben cruzar en un abrazo.
Qué buen remate final. A pesar de la pesadilla y del consiguiente disfrute de los abismos, el gusto por un aterrizaje bien humano. Esta es la filosofía que me gusta: todo terreno!
ResponderEliminarBien, Guillo! ¿Por qué será que soñamos eso? Yo también soñaba de chico, esa caída infinita. Lo aterrador no es el infinito sino la caída. O aunque ahora que lo pienso son los dos. Pero creo que cuando el infinito no está sujeto al vértigo, es el mejor hábitat, como bien decís. Esa certeza de que frente al otro o frente a mí mismo, hay un infinito mundo de posibilidades...
ResponderEliminareyy, yo tenía el mismo sueño, o pensaba siempre en cómo sería caerme en algo que no tenga fondo, y era desesperante!
ResponderEliminarGracias a todos por sus comentarios. Realmente lo siento así como lo dicen, y es bueno saberse acompañado en estas locuras.
ResponderEliminarComo dice Marisapascal, "el silencio eternal de esos espacios infinitos me aterra". Pero es también, como dice Héctor, "un infinito mundo de posibilidades", quizá la condición de posibilidad del artista. Pero ¿qué seríamos, por más infinitos que fuésemos, sin ese "aterrizaje humano" que destaca Ángeles?
El abrazo del otro nos acoge como un hogar y por eso mismo nos da paz, pero también nos revela el misterio infinito del rostro del otro, manifestación de ese tercer infinito que no se abre lejos de nosotros, como marcando un vacío, sino que nos atraviesa y penetra: el infinito del amor.