Los hubo siempre, molestos en menor o mayor grado, generalmente pasando al
olvido al ser tapados por otros acontecimientos. Otros quedaron, aunque sea a
nivel de reminiscencia.
Una que me quedó grabada, creo que para siempre, fue el zumbido sordo
proveniente de detrás del horizonte y que en corto tiempo, bajando del cielo,
se convertía en ronroneo de motores. Aparecía una formación de grandes aviones,
de tres en fondo, larga…. ¿quizás un centenar?, cruzando por sobre nuestra
ciudad, Ljubljana, bien alto. Eran bombarderos de los aliados que iban en
dirección a Rumania – y según los mayores, entendidos – a soltar su mortífera
carga sobre la refinería de petróleo en Ploesti. Para nosotros, los niños - yo tendría unos
cinco años – se trataba de un espectáculo hermoso. En lo alto: esa formación
perfecta, monolítica y sincronizada nos cautivaba. Claro, no teníamos noción
exacta de lo que ello implicaba – víctimas, heridos, muertes, orfandad…,
destrucción, sufrimiento y desolación… que toda guerra conlleva. También aquella,
la II guerra mundial. La maquinaria de la guerra impresiona, hechiza y
desalienta a más de uno por su casi inconmensurable poder aterrorizante. ¡El
hombre – lobo del hombre! Primero, ulular de sirenas, luego, el zumbido,
ronroneo y… que ¡Dios nos guarde!
En los últimos días de la guerra, para evitar caer en manos de la guerrilla
revolucionaria que se venía, nuestros padres decidieron que nos retiráramos
temporalmente a Austria hasta que los aliados se hicieran cargo de la situación
– lo que, en verdad, nunca sucedió. ¡No conocíamos los acuerdos de Yalta y sus
‘esferas de influencia’! Yo ya tenía siete años. Unos diez días más tarde,
estábamos parando con muchos otros refugiados en una escuela en Villach y me
encontraba asomado por la ventana de algún piso superior de una escuela…
Apareció muy tenue un zumbido de motores. Iba acercándose y creciendo y, de
pronto, dando vuelta al recodo apareció un camión militar, otro y otro… Avisé a
mis padres “¡Llegó el convoy!, ¡Vamos!” El embarque fue rápìdo, en general
llevábamos sólo bártulos de mano. El convoy enfiló para el sur, cruzando los
Alpes y nos depositó en Udine, Italia; convirtiéndose esa retirada temporal en…
permanente. Claro; de eso nos hemos percatado unos cuantos años más tarde.
¿Quién imaginaria en ese entonces lo premonitorio de aquel zumbido incipiente?
Un zumbido primero e instantes después un ruido sordo, como el que se
sentía en algún cine de la
calle Corrientes toda vez que debajo circulaba el subte. Me
sobresalté en la cama. Eran
las seis de la mañana.
Pero acá, en Alta Gracia, no hay subtes, ¿no? ¡Ah, debe ser
el tren…! Sin embargo, la estación y el ferrocarril se encontraban en la parte
opuesta de la ciudad, lejos, pues… El ruido aumentó a ensordecedor y los
vidrios de las ventanas trepidaban, también las puertas. ¡Algo se venía, pues!
Me levanté saltando, salí al pasillo y atravesando velozmente la recepción, me
encontré en la calle en medio de unos cuantos huéspedes del hotel, en paños
menores, igual que yo, y todos azorados por lo insólito del suceso. Pudimos
constatar después que en Caucete, San Juan, hubo terremoto. Y como el “show
debe continuar”, previo comentarios circunstanciales, proseguimos con las
reuniones del congreso al que asistíamos. Zumbido telúrico… del cual felizmente
pudimos zafar.
Laguna Negra, en Bariloche, en ese entonces era accesible por la picada
vieja, trepando por la pared casi vertical de la cascada al fondo del valle del
arroyo Goye. Estaba aun con el paisaje virgen, sin haber sido mancillado por
obra humana alguna, con el majestuoso Cerro Negro a la izquierda. La
visitamos con un hermano mayor. Plantamos carpa un día de sol radiante. Para el
ascenso normal a dicho cerro, se daba vuelta a la laguna, rodeada aun de nieve.
A la vuelta, con el sol a plomo y sin ninguna brisa, el zumbido de los tábanos
volando en torno nuestro se hacía muy pesado. Ya en el campamento, apuramos el
“almuerzo” para meternos rápidamente en la carpa y huirles, cerrándola. El
calor la hizo inaguantable. Decidimos entonces abrirla y protegernos
cubriéndonos con lo que estuviere a mano. En particular, la cabeza la envolví
en una toalla – al fin, ¡santo remedio! ¡Pero,
no! Hubo de infiltrarse a través de los pliegues de la toalla, pues, ¡¡muy al ratito un zuuumbiiiiiido
finiiiiito y peneeetraaaante de un tábano me horadaba el tímpano!! - ¡No podía ser! - Acto seguido desarmamos
campamento e iniciamos el descenso. De tábanos picadores y sus fastidiosos
zumbidos habría aun mucho más para contar…
Con el transcurrir de los años uno termina constatando en su propio
interior la aparición de sonidos, ruidos, en general zumbidos a modo de
manifestaciones para-sonoras y que suelen convertirse en perseverantes, incluso
permanentes. Tinnitus o acúfenos, como los llaman. Para consuelo me digo que
suelen venir a modo de ‘impuesto a la vejez’ – para no estar uno solo, ¿no? Ya
no hay silencio total… Uno se acostumbra y convive con ello. Pero. Ese zumbido,
pues, ¿preanuncia algo? – Deberé estar atento, por si – susurrando - trae
mensaje.
Estanisalo Zuzek
Cuántas imágenes Estanislao que lo trasladan a la memoria del pasado. Parecerían ir de mayor a menor en orden de peligrosidad y dramatismo. Con cada zumbido aparece el hilo de una historia, su historia. Una vida grabada en el cuerpo.
ResponderEliminarSus zumbidos son como la magdalena de Proust.
Me gustó esa idea del "oír zumbidos" que traen los años como para hacernos creer que no estamos solos.
Mamá decía algo así de la vista: con los años vamos perdiendo la vista para que cuando nos miremos al espejo no nos veamos tan viejos.
Gracias, Marisa, por sus comentarios. Sí, pareciera que esos 'zumbidos' han calado profundamente en uno y que hacen a su misma intimidad y, ¿porque no?, identidad. Algo al estilo de las huellas digitales - únicas, irrepetibles....
ResponderEliminarMe gustó mucho el final, Estanislao. Eso de los zumbidos perseverantes que aparecen al final y que a lo mejor traigan mensaje!
ResponderEliminarQué recorrido de vida, de geografías y de experiencias!