Yira-Yira (José Martín Valle Riestra)
Me acuerdo
perfectamente de ese momento, tenía
ocho años y un mundo por descubrir, papá me levantó muy temprano con una
canción del polaco Goyeneche, con unas facturas de crema pastelera y frutilla
–mis favoritas-, mate cocido con leche porque papá no es de acá y el mate amargo mucho no le
gusta; era un día de sol, un día hermoso, en los que te levantas como Frodo en
Rivendel, esos días que te enamoras de nuevo de todo -¡Ay, de aquellos que
subestiman a los que tenemos ocho
años!- : la alegría de la familia, el limonero que tiene nuevos frutos,
Manuelita que se esconde detrás de la heladera – Manuelita es mi tortuga gorda
y bonita que me regalo la tía Mónica por mi cumpleaños – y mami…mami que nos
saluda desde el cielo.
José, te
tengo una noticia, pero agarrate porque esta noticia es magnífica – dijo papá.
Nos vamos a
Perú- respondí con una sonrisa de oreja a oreja.
Pero… ¿Cómo
sabías?- pregunto papi con una cara de sorpresa inesperada.
Ah…no
sé…siempre creí que volveríamos –contesté.
Ese día
comenzó una aventura inolvidable; la vida nunca fue igual. Las cosas tenían un
nuevo color, la comida un nuevo sabor, las alegrías eran duraderas y las penas
pasajeras, todo era una aventura, todo era un sueño.
Y pensé que
seguiría siéndolo.
Pero seguí
creciendo, fui conociendo más cosas, fui entendiendo la realidad, y me fui
desencantando. La vida era sosa, los días eran los mismos y el asombro poco a
poco fue desapareciendo. Y me fui odiando un lugar que había amado.
Regresé al
lugar de donde había partido, sin esperar muchas sorpresas. Pero la vida te da sorpresas. Las cosas no eran las mismas. El
barrio era distinto, todo lo que era floreciente es sólo una sombra de lo que
fue; los que fueron gente cercana ahora son fantasmas.
Nostálgico por los tiempos pasados, no soportaba la ausencia de ese algo que
había tenido y que me faltaba.
A una de las
primeras personas que vi fue la tía Coca y se puso muy contenta cuando me vio.
Hablamos sobre muchas cosas de mi vida desde que me había ido.
Nene, pásame
los platitos para servir –dijo mi tía Coca.
Cuando me
pasó el plato ya servido algo increíble sucedió, olí las marineras preparadas
por mi tía, el aroma que subía hacia mi olfato me desarmó, el tiempo se detuvo
y empezó a retroceder, estaba en ese
momento y en ese lugar pero ya no tenía veinte años sino diecisiete. Ya no
diecisiete sino quince. No quince sino ocho. No me encontraba en la casa de mi
tía Coca, sino en la casa de mis padres y las marineras estaban hechas por mi
madre, mis ojos abiertos y sorprendidos duraron un segundo. Y volví a la
realidad.
Y el mundo
empezó a girar de nuevo, el mundo era pero ahora es.
Con una
sonrisa supe que había algo en mí que se encontraba escondido pero lo había
encontrado de nuevo: el asombro.
Estamos en
el preámbulo de un cierre, pero acordémonos que el fin de uno es el principio de otro, que el Kevin(o Diana) que
cada uno tiene, seguirá con las peripecias de la vida vestido de una persona
común, pero sigan asombrándose.
Me olvidaba:
marineras para todos.
José Martín.
Me encantó ese entrelazamiento de tiempos, edades, sensaciones, nostalgias... amores, en fin, còmo la vida es: momentos de dicha y de sinsabores - como un todo integrado y que denominamos (perdón pòr la redundancia): vida
ResponderEliminarMe emocionaste José! Esas emociones que traen algunos platos, olores, sabores, o gente querida. El desencanto y el asombro y así sucesivamente, quién había dicho que el deseo mueve al mundo? Me encantó!
ResponderEliminar¡Muy lindo José! Es como ir en una calesita a través de los años, se suceden imágenes dichosas y amargas. Y uno va sentado en su caballito de madera dejándose tallar por ellas aferrado al aroma de las marineras que nos recuerda que es posible la ternura entre los hombres.
ResponderEliminar¡No dejes de contarle a tu tía Coca el efecto de sus marineras!