domingo, 16 de junio de 2013

Un día en Caracas (Marcelo Gobbi)





 
Sobre el sentido de la oportunidad que demostramos viajando a Venezuela en enero de 2013 ya se nos ha dicho de todo. Criticones, favor de abstenerse.
Un poco agotados por no saber bien si debíamos calcular que un dólar vale 4,30 bolívares (oficial) o 18 bolívares (el otro) y si a su vez debíamos calcularlo a 4,95 pesos (el oficial nuestro) o a 7,50 (el otro nuestro), y algo sorprendidos por haber visto doscientos metros de gente haciendo fila bajo el sol de Plaza Caracas para comprar alimentos baratos que vende el Gobierno mientras suenan a todo volumen canciones tales como El orgullo de ser cubano y otras más lindas (estas últimas de Silvio Rodríguez, un tipo inverosímil que tenía nada menos que un unicornio azul y lo vino a perder), y de haber leído en el local de Tommy Hilfilger que está adentro de un centro comercial un cartel que dice Prohibido portar armas de fuego en este espacio, nos preparamos para un momento agradable en casa de un matrimonio amigo que nos ha invitado a comer.
Ya nos habían enviado un e-mail con el nombre del chofer que nos recoge a las siete y media de la tarde en el hotel, señor Julio Blanco, y el número de placa de la camioneta que el hombre maneja, que tiene blindadas hasta las ruedas.
Ya a bordo de la nave y totalmente a merced del señor Blanco (que paradójicamente resulta ser negro), mientras atravesamos la Avenida Francisco de Miranda me viene a la memoria la Plaza Tiananmen: imagino que en cualquier momento un joven venezolano se parará delante de nuestro tanque y se inmolará bajo sus ruedas en signo de reivindicación de quién sabe qué cosa, y nosotros sin comerla ni beberla. Pero nada de eso ocurre. La que está en las esquinas es la Guardia Nacional Bolivariana blandiendo armas largas y pidiendo que la gente baje las ventanillas un momentito para verificar que todo esté bien adentro. “Es por los secuestros”, dice con naturalidad el señor Blanco, mientras sube la ventanilla y arranca.
De los postes del alumbrado público cuelgan carteles que muestran un sonriente rostro presidencial y la leyenda De tus manos brota lluvia de vida. Si al Sai Baba ese le salían cenizas de las manos podría ser hasta que la lluvia brotara en lugar de caer, cual prodigio con que los gitanos deslumbraran a un afiebrado José Arcadio Buendía.
Nuestros amigos tienen un buen pasar económico, pero no son magnates ni pueden descuidar sus trabajos. Nos cuentan que dedican buena parte de su a entender y cumplir controles, regulaciones y permisos que aparecen y cambian a cada rato. Dicen no tener demasiado tiempo para pensar cómo producir más y atender mejor a sus clientes.
Me costaría afirmar que en el edificio adonde ellos viven hay más habitantes que vigías. Es como una maqueta del Pentágono. Como su departamento les queda ahora algo grande para ellos solos, decidieron alquilar algo más pequeño pero no pudieron. Nadie se arriesga a tener inquilinos que costará demasiado sacar si no pagan o si no se van a tiempo. El resultado es que el único que construye viviendas y, claro, las adjudica, es el bueno Estado, en este caso para suplir lo que no hacen los capitalistas, que como se sabe carecen de alma.
Los anfitriones nos cuentan que fueron a la fiesta de cumpleaños de su hijo de veintipico de años que vive en Miami, y que allí se encontraron con prácticamente todos los excompañeros de colegio del chico, que también viven en Miami y que juran que jamás volverán a su país. Sobre todo los médicos, porque sus puestos de trabajo en Venezuela han sido principalmente ocupados por profesionales cubanos. Se ve que en Cuba las ciencias médicas han alcanzado un irresistible nivel de excelencia que el resto del mundo, de bobo nomás, todavía no ha descubierto.
Para visitar a los hijos que viven en el exterior, nuestros amigos disponen de un cupo que les permite comprar a cada uno 2.400 dólares por año. Pero a no desesperarse, porque cada venezolano puede además comprar cosas en el exterior por Internet, para lo cual cuenta con otro cupo anual de 400 dólares cada año. Mucha gente “vende” ese cupo a cambio de una comisión, y todos contentos. Eso sí, con el equivalente de medio dólar oficial se llena un tanque de nafta.
Durante la comida tienen que aguantar, pobres, demasiadas preguntas. Por ejemplo, queremos saber por qué es tan difícil que te den sacarina (sacarina, no foie gras). Nos informan que el precio del café y el del azúcar están regulados, y el de la sacarina no, y que por eso al dueño del bar el costo de ese insumo le lleva toda la ganancia.
A eso de las once de la noche, los dueños de casa se ven en la necesidad de “echarnos” amablemente, dado que la jornada laboral de don Blanco ha sido demasiado extensa y ellos, gente de buen corazón, quieren respetarle el descanso a ese hombre que vive lejos. Por supuesto, ni se les pasa por la cabeza salir de la guarida.
Buenas noches, Venezuela. Que descanses y que Dios te bendiga.


Marcelo Gobbi

2 comentarios:

  1. Gracias que mechas con unos chistes Marcelo porque sino parecería una historia de película de terror.
    La crónica de unos días en Buenos Aires quizás no tenga tantos autos blindados pero ya van a empezar a aparecer...
    Uno se acostumbra a todo... si sobrevive.

    ResponderEliminar
  2. Hola Marcelo, después de ese día en Caracas supongo que no les quedaron ganas que se hagan más de uno. Pero espero (en serio) que haya cosas más rescatables en el Venezuela de hoy en día. Eso que dice Marisa que mezclás lo terrorífico con el humor es tal cual: lo tuyo muchas veces es de humor negro!

    ResponderEliminar