“First AC” de Viena. 1931. Subcampeón de Europa.
Mañana de domingo. 1937. Calurosa primavera
regional apenas refrescada por el murmullo que la brisa provoca en las copas de
los tilos vecinos.
Sin embargo el murmullo en los árboles no es lo único que se escucha.
Del potrero vecino suenan claras las alternativas de un partido de fútbol entre
muchachos del barrio.
Pibes y viejos miran al costado. Alguna señora grandota con la bolsa de
los mandados estaría “pispeando” también desde la vereda de enfrente. Vaho
tentador de algún asadito se cuela para dar honor y gloria a la carne
vernácula.
Cuenta la historia que Ernesto, de oficio mecánico los días laborables y
futbolista los domingos, temido “inside”
derecho, aquella mañana de domingo despachó un remate con su ya conocida
potente pegada y el balón, pesado esférico de cuero y tientos, elevándose, vino
a dar contra el travesaño para luego elevarse aún más con una caprichosa
cabriola y terminar mansamente en los yuyos que –soberanos- vegetaban metros
más allá en los confines del estadio.
El “¡Uuuhhhh!” del piberío y el lamento del futbolista no fueron nada
con lo que sorpresivamente aconteció luego. Sintieron un ruido a madera rota y
desvencijada, tirantes que ceden y clavos que abandonan su destino. Justo ahí
dónde la pelota había anunciado su golpe y restallado contra la madera casi en
el ángulo que formaba con el otro palo, justo ahí, repentinamente la materia
dijo basta y el travesaño se cayó al suelo vencido por el impacto casi al mismo
tiempo que su victimaria finalizaba su rodado dejando tras de sí un camino
alfombrado de pasto aplastado.
La historia se contó por todos lados y contribuyó a la gloria de nuestro
futbolista aunque en el fondo se supiera que muy probablemente el arco de
madera, cansado de lluvias y fríos que lo desgasten, simplemente estaba viejo y
un buen día demostró su vejez.
Todos vivimos la sensación de “un tiro en el travesaño” al final del
partido. El alivio o el sufrimiento dependen muchas veces de la fortuna con que
tiros como ése se resuelvan o no en la tan ansiada como también tan temida conquista
del gol. Es fascinante y digna de reflexión cómo puede condensarse la filosofía
de la vida en el fútbol, cómo puede pintarse el alma humana con los colores
contingentes del suspenso y la emoción.
Medio siglo después, un Ernesto ya grande, jubilado de su oficio pero no
de sus emociones y recuerdos, lleva en bicicleta a su nieto para que conozca la
cancha en la que el abuelo desplegó “su magia” futbolística. Le cuenta la
historia, magnificada por el correr de los años, de aquella hazaña en la que
desarmó un arco con su potente derechazo y quizá alguien todavía recuerde en
esos lares. Y al contemplar el mismo barrio y los mismos tilos, más añosos pero
siempre rumorosos, dos lágrimas llenas de vida -¡y testigos de la vida!- ruedan
por sus mejillas coloradas de tanto sol.
Esas mismas lágrimas corren ahora por las mejillas del nieto crecido y
agradecido que es el que les participa esta historia.
Ignacio
Leonetti