Ilustró Marisa Mosto
Callar es un arte. Es una convicción que he tenido desde hace mucho, si acaso no desde siempre. Seguramente me haya surgido cuando niño, a causa de mi admiración por algunas personas que manifestaban la capacidad de guardar silencio cuando era oportuno. A esto se suman cuestiones incluso genéticas, es muy probable, y algunas lecturas, dando por resultado un aprecio de parte mía por los que sabían apaciguar su habla. De esta manera fue madurando en mí una relación amistosa, hasta diría fraternal, con el silencio. Aprendí a disfrutar de poder sentarme con un amigo a tomar algo sin tener que decirnos nada; me enamoré de la noche, bajo cuya bóveda el mundo apaga su ruidoso bochinche y me permite penetrar en la luminosa oscuridad de su sigilo; cultivé el hábito de dejar espacio al silencio tras la contemplación estética...
Desde niño, insisto, el saber callar se me antojaba como algo cercano a la sabiduría, a la capacidad de vida interior, a la madurez e incluso a la caridad. Por el contrario, la verborragia y el incesante parloteo solían despertarme no pocas sospechas entremezcladas a veces con irritación y voluntad de fuga. Existieron y existen excepciones, pues tuve la fortuna de conocer a personas que hablan mucho y lo que dicen es mucho también; en esos casos mi irascibilidad permanece aletargada y lo que se despierta es mi admiración. Pero cuando alguien habla mucho y lo que dice es poco, lo confieso, no puedo evitar cierta ebullición interna que a veces roza lo iracundo y fomenta las ganas de protesta. Protesta que, claro está, permanece silenciada sin salir de su clandestinidad interior.
Soy consciente de que, para con un lector que se reconozca parlanchín, me he ganado con el párrafo anterior su merecido desprecio. Pero, créanme, lo dicho hasta aquí no esconde el menor afán de jactancia. Todo lo contrario. El espíritu que anima estos renglones es más bien el de un confiteor exorcizante inspirado por la autocrítica. El espejo me ha devuelto, con el paso del tiempo, la imagen de un hombre que, en su valoración del silencio, se ha visto enredado en más de una oportunidad en los laberintos de un ahogado mutismo. Tratando de ser coherente con sus ideas, se ha preocupado tanto por no hablar de más, que terminó hablando de menos. Hasta tal punto lo ha perseguido el fantasma del temor por causar también él la mentada irritación en los demás, que se terminó atrincherando en sus asfixiantes silencios y ha llegado a olvidarse de cómo hablar luego, cuando el tiempo era propicio o puntualmente lo exigía. “¿Y si lo que voy a decir no resulta interesante? ... “¿Y si el comentario que estoy por hacer es inadecuado?”... “¿Y si lo que estoy por contar termina aburriendo?”... Estos interrogantes y otros miles similares son los que me susurra el fantasma. Como si fuera la condena por haber sido tan severo con los demás, me tortura ahora con semejante severidad para conmigo mismo.
Callar es un arte. Eso implica que hay que saber hacerlo y no simplemente hacerlo sin saber. Hay que saber cómo, cuánto, cuándo (y cuándo no). Como toda virtud, también el silencio debe mantenerse alejado de los excesos. Si el diálogo es un símil de la respiración, como suele decirse, y por lo tanto hay que poder callar para inspirar la palabra ajena, también es cierto que hay que saber exhalar para poder seguir respirando luego. Si el no saber callar desinfla a la persona y la deshumaniza, excederse en el silencio la sobrecarga de enmudecidos gritos hasta hacerla detonar, mayormente de manera implosiva.
Tal vez no sea muy interesante esto que estoy diciendo. Tal vez estas palabras hastíen y resulten intrascendentes, o pueriles, o innecesarias. Tal vez hubiese sido mejor callar... Pero apelo a la misericordia de quien me oye: es un intento de vencer mis silencios, silenciando así a los fantasmas que los provocan.
Martín Susnik
Me siento muy identificado con realmente todo lo que decís. Y sí, callar de más también es un defecto pero me parece que sigue siendo más virtuoso que callar de menos. Sobre todo si lo que se calla se expresa en actos, los cuales se notan menos pero dicen y duran mucho más.
ResponderEliminarEXCELENTE. se comulga con lo inmemorial, cuando participamos del silencio.
ResponderEliminarMe encantó el texto. Usé la misma palabra, pero después de leer esto preferiría haber callado. Lamentablemente soy de las que ostentan el defecto de hablar de más, sin embargo no te ganaste mi antipatía con aquél párrafo. Probablemente porque también me hallo a gusto en el silencio. Probablemente porque también me siento ínfima en el sobrecogedor silencio de una noche estrellada, cuando cualquier ruido o palabra están de más. Seguramente porque coincido en que callar es un arte que sólo algunos virtuosos saben cultivar. También comparto que callar de más hace mucho daño (sobre todo al que calla), pero escribir de estas cosas es un comienzo para empezar a hablar. Y mejor me callo, porque ya hablé mucho.
ResponderEliminarMe encantó! quizás porque tengo el defecto de hablar mucho, y admiro mucho a las personas que saben callar. Pero si creo que callar de más tampoco está bueno. Nosé cómo es la experiencia para el que calla, pero para el que está del otro lado las personas en sí ya son lo suficientemente misteriosas como para además ser libros completamente cerrados. Contar algo a alguien implica depositarle una preciada confianza, darle un poco de mí para que se lleve a su sí, nosé, me parece valioso. ya estoy hablando muchoo, gracias por la reflexion!!
ResponderEliminarMe encantó Martín!
ResponderEliminarGracias por haberlo compartido!
Un beso.
Quizás lo más dificil sea superar el pudor de hablar de lo que verdaderamente nos importa. Sin máscaras, en la vulnerabilidad de la desnudez la conversación es fecunda. Es sobria. Crea lazos.
ResponderEliminar¡Gracias Martín!
Me senti muy identificada con tu texto, porque soy de las que hablan de menos tambien. Realmente es un arte saber callar! Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarTu texto me encantó por lo profundo.- ¡Sí! El callar en la justa medida es una virtud que, como toda virtud, trae muchos beneficios. En primer lugar para el interlocutor, en cuanto le damos oportunidad de hablarnos y en segundo lugar para el que calla, puesto que se encuentra en situación de escucharlo con la debida atención, que es una de las facetas del amor. Recordemos que Dios nos habla cuando guardamos silencio, libres de interferencias provenientes de nuestras preocupaciones cotidianas, aunque legítimas o de las otras, quizás inconfesables. Además, si en el silencio nos encontramos con Dios también nos encontraremos luego con nosotros mismos y tendremos la oportunidad de hacernos aun más humanos.
ResponderEliminarGracias a todos. Por permitirme compartir mis fantasmas, por identificarse en uno u otro sentido, por los aportes que enriquecen mis pobres renglones. A todos, mi silencioso y profundo agradecimiento.
ResponderEliminarMuy buen texto y muy profundo! Me recordaba al leerlo aquel refrán de que "uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios".
ResponderEliminarCreo que ejercitarse en el callar, es toda una escuela de vida en los tiempos que corren.