Copiado de http://refugioantiaereo.com/2011/01/el-efecto-mariposa-version-malvada
(Ilustró Marisa Mosto)
“¿Quiere leche con el café, señor?” Le preguntó el mozo a aquél señor que fue a tomar un café al bar de la esquina después de una ardua jornada de trabajo.
Eran las seis de la tarde, “es hora de volver a casa” pensaba aquél señor, mientras salía del edificio donde todas las tardes vivía sus minutos ingresando datos a una computadora. A punto de tomarse el 168 (¡al fin uno con cartel rojo!) le llamó la atención aquél nuevo bar de la esquina, que abrieron tan sólo la semana pasada. Tal vez si no hubiera tenido ese cartel luminoso no le hubiera llamado la atención. “¿Por qué no salir de la rutina alguna vez?”, pensó. Tal vez si no se hubiera levantado esa mañana con ganas de probar cómo sería vivir según el carpe diem no hubiera entrado a ese nuevo bar para leer el libro que le tocaba esa semana: “Caos: La creación de una ciencia”. Se pasaba leyendo libros de filosofía en sus tiempos libres, convirtiendo en un ilusorio hobby una vocación ya marchita; tal vez si no hubiera escuchado la primera incógnita de sus amigos luego de contarles que quería estudiar filosofía: “¿y de qué vas a trabajar? Te vas a morir de hambre”. Terminó estudiando recursos humanos, y terminó casi muerto, pero de angustia. Tal vez si hubiera tenido algún amigo que le aconsejara seguir su vocación… Sin embargo, quiso darle nuevo aire a su pesada vida: salió de la rutina; igualmente, el 168 no hubiera parado: venía lleno.
“Sí por favor, con un poco de leche”. Aquél mozo pidió el café al otro mozo que los jueves le tocaba encargarse de la máquina cafetera, tal vez si no hubiera sido jueves... Agarró la jarra de leche, la cargó de la Serenísima descremada y la metió en aquél chorro de vapor que logra increíblemente la espuma. “Me hacés dos lágrimas” cantó un mozo. “¿En jarrito?” respondió, desviando la mirada tan sólo medio segundo, pero eso bastó para que sin querer la jarra quedara lejos del vapor, así la espuma ya hecha saltó para todos lados, le quemó la mano al mozo; lo que hizo que por reflejo soltara la jarra, y si Reflejo no se equivocó suficiente en la primera… hizo también que la otra mano intentara atajar la leche que se caía (¡como si fuera posible!): a veces los reflejos no toman tan buenas decisiones, deberían pensar más. La leche casi hirviendo sobre la mano: “Accidente laboral: ¡una semana en casa!, voy a poder pasar más tiempo con mi hijo” fue lo segundo que pensó el mozo, lo primero, obviamente, el dolor.
Un nuevo dolor de cabeza para el encargado, que recordó que su botiquín estaba vacío, sólo tenía curitas. Nueva inversión para este mes: gasas, cinta, alcohol, Pervinox, y un poco de Platsul, obviamente envase chico, porque sólo lo necesitaría para esta ocasión. El pobre mozo no sólo salió herido sino que también tuvo que ir él mismo a comprar la crema para las quemaduras. Por suerte no había nadie en la cola de Farmacity (fue a esa aunque quedaba más lejos porque la del Dr. Ahorro estaba cerrada, la estaban remodelando, justo esa semana), y a pesar de que estaba solo, la farmacéutica no encontraba las gasas; la causa: el chico de reposición era nuevo. Llegó una mujer muy apurada, necesitaba una prueba de embarazo. No sé por qué estaba apurada, como si tener la prueba diez minutos antes cambiara en algo el resultado. Logró comprarla luego de que terminaran de atender al mozo y luego de escuchar los insultos hacia el repositor por parte de la farmacéutica. Corrió a la parada, pero no llegó. El colectivero no le abrió la puerta en la esquina; si tan solo no se hubiera tomado licencia Carlos: ése sí que le hubiera abierto la puerta. ¡A buscar un taxi! Nunca lo encontró. Justo hoy, cuando más los necesitaba no aparecía ninguno.
El supuesto padre del causante de un atraso de dos meses pasaría por su casa para saber el resultado. El supuesto padre así lo hizo. Esperó aproximadamente veintiocho minutos y 34 segundos en la puerta. Pero esos minutos le valieron para que su pensamiento terminara de decidir que no quería en realidad saber cuál sería el resultado sino que lo mejor era emprender lo más pronto posible (¡ya!) el viaje que tenía planeado a Europa para la semana entrante, y tal vez, quedarse a vivir allí. Tomó un taxi que sí pasó por la puerta de la casa de la mujer si/no embarazada y se subió decidido a empacar y probar suerte con el cambio de fecha del pasaje. Cinco minutos después, llegó ella a su casa. Dio positivo. Semejante noticia y recibirla sola, tal vez eso la marcaría para siempre. Casualidad o causalidad, aquél niño crecería sin padre. Tal vez con otras circunstancias sí crecía con padre… no importa, El destino (¿?) dio su veredicto.
“¿A dónde?” dijo el taxista. Gascón y Córdoba por favor. Rápido. Tal vez si no hubiera dicho rápido no hubiera agarrado ese camino que lo llevó a encontrarse con el pedazo de botella de vidrio rota que había quedado allí desde aquella Navidad, cuando fue sostenedora de proyectiles antes de morir reventada. “Disculpe señor, lo puedo traer hasta acá, se me pinchó la rueda”. “No se haga problema” fue la respuesta, y el huidor se subió a otro taxi, sin pagar el anterior.
“Mi amor, voy a llegar tarde a casa, pinché una rueda y la de auxilio también la tenía pinchada, voy a tener que llamar a la grúa”. Si tal vez hubiera arreglado la de auxilio aquél sábado en el que un cordón y un mal cálculo al estacionar le regalaron un dolor de cabeza, hubiera llegado más temprano. “No te hagas problema Omar, te espero para la cena”.
Los ladrones que estaban a la vuelta de la casa de Omar esperando que llegara con su Fiat Duna (el desarmadero ofrecía 20.000 pesos: los repuestos estaban en falta ese mes) se rindieron después de esperar una hora: “¿No llegaba a las 8 siempre?” preguntó el que estaba armado, el jefe. “Y sí, ¡toda la semana anduvo llegando a las 8!” contestó otro que solía hacer hasta ese día el “trabajo de campo”. Después de ese día sería “despedido” por no averiguar bien los horarios. “Mejor mañana, éste por ahí no llega más” decidió el jefe. Omar jamás se enteró que su auto iba a ser robado, tal vez si sabía esto no hubiera insultado tanto el hecho de esperar tres horas la grúa y no llegar a cenar a su casa.
Los ladrones doblaron en San Martín. Una moto había decidido infringir las normas una vez más e intentó pasar el auto por la derecha, justo en el momento exacto en que doblaban. El choque fue inevitable. Causalmente, digo, casualmente vio esto un policía que se había quedado diez minutos más en su esquina fuera de turno, esperando a la vecina del edificio marrón: le había prometido un beso antes de volver a su casa, terminado su turno; valía la pena esperar. Cuando se acercó al choque, los ladrones le dispararon (¿valía la pena esperar?) y huyeron. En ese momento bajó la vecina que al encontrar a su amado herido, llamó desesperada al 911, menos mal que había bajado con el celular, le iba a pedir el número al policía, que ahora yacía muerto en la vereda. La bala atravesó un pulmón, dos milímetros un poco más a la derecha y tal vez se salvaba. Casualidad o causalidad, aquél hombre dejaría huérfanas a dos hijas que lo estaban esperando en casa Tal vez hubiera podido evitarse esta consecuencia; no importa, El destino (¿?) dio su veredicto.
“Terminé mi libro. Muy bueno. Igual no le creo nada a este Gleick, para mí que era demasiado extremista, ¡mirá si los pequeños detalles pueden realizar tantos cambios!, ¡mirá si el vuelo de una pequeña mariposa puede causar un huracán en otro punto del planeta!” pensaba el señor que quiso salir de la rutina. Ya se había terminado su café. “Me parece que me voy a pedir otro… ¡Mozo!”. Espero que esta vez lo pida sólo y no con leche, no se sabe qué consecuencias puede llegar a traer este pequeño detalle.
Nicolás Balero Reche