http://www.busarg.com.ar/ene07_famosos.htm (ilust. blog)
Todos los días con la pierna izquierda,
¡la puta madre!; se decía aquél hombre joven y solitario que recién
se levantaba de su cama. El “carpe diem”
para él era lo mismo que el “haz tu
propia suerte”: chamuyos para crear la falsa esperanza de una vida mejor.
Cada noche se recordaba que no debía levantarse con el pie izquierdo, porque si
no, sería un mal día como de costumbre; sin embargo el consciente aún atontado,
olvidadizo y recién despegado de aquél inconsciente, receptáculo de los sueños,
no lo dejaban cambiar la suerte de su día por vivir. El mismo reloj de siempre,
con el mismo pip-pip pip-pip pip-pip
de hace años (no lo dejaba sonar más de tres veces); otra vez apagado por una
mano y en seguida, el instinto lo hacía llevar el pie izquierdo al piso,
adelantándose al derecho. Ojalá algún día
pueda cambiar esta costumbre del orto, se auto-exigía.
Cinco
minutos más en la cama, para él, eran pecado; huía de cualquier dejadez, de
cualquier placer en lo simple. Obviamente lo primero a realizar era tender la
cama. No se permitía irse sin hacer la cama, digamos que no se permitía ni
siquiera el sentimiento de “hoy no tengo
ganas” o del “¿por qué no?”, e
introducirse a lo nuevo y distinto; no rutinario.
Solía hacer
una oración por las mañanas y una por las noches, pero ahora huía de la
oración; pasó a preferir la soledad, la incomunicabilidad (hasta con Dios), la
autonomía y la auto-realización. ¿Para
qué hablar con la pared?, pensaba; no le veía sentido. El baño tenía un
pequeño espejo, huía hasta de su propia imagen. ¿A su imagen y semejanza? ¡Mierda que Dios es feo!, y tendía una
carcajada individual; no tenía con quién compartir su chiste, vivía solo. Con
su traje impecable tapaba aquél rebelde ahuyentado y reprimido que no podía
salir a través de la camisa planchada preparada desde el día de ayer.
Salía
todas las mañanas a las 7 en punto; bah… a las 7 y 5 los días en que el vecino
de al lado solía despertarse antes, y sacaba el auto de la cochera más temprano
que de costumbre; no quería cruzárselo en la puerta; huía de aquél primer
saludo, de aquél primer contacto social que despabila cualquier cara de dormido
y termina de sacar las lagañas de los ojos. Una vez que se iba su vecino, salía
de su casa camino a la parada de colectivos. Le molestaba hasta aquél sol
matutino que empieza a asomarse de a poquito entre los edificios, las casas,
los árboles; aquél rayo amarillento que te calienta la piel; huía del sol, no
quería ser calentado, no quería ser iluminado; como si le gustara más la noche,
o más que la noche, la oscuridad. Apenas cruzaba la puerta de su casa huía de
todo ruido ajeno, los auriculares con su música al máximo volumen tapaban
cualquier pajarito madrugador, cualquier expresión de saludo, y hasta cualquier
bocinazo. Camino a la parada huía hasta de la sonrisa de la viejita solitaria
que vive en la esquina, cuyo segundo placer más grande era alimentar a las
palomas del barrio; el mayor placer era que le devuelvan la sonrisa.
El garita de la esquina, un viejito amable
que saludaba hasta los conductores del 152 que pasaban por su esquina, no lo
saludaba a él, sabía que la respuesta era una mirada de indiferencia que podía
causarle hasta un mal de ojo. Huyendo de todo lo que lo rodeaba ni notó que había
una mujer detrás de él para dejarla pasar al subir al colectivo; y aquél
conductor, el responsable de su seguridad y su puntualidad por veinte minutos,
aquél que veía diariamente, más seguido que a sus padres que se habían mudado
lejos hacía unos años (tal vez huyendo de él y sus insoportables caprichos); no
podía evitar su “buen día” cotidiano
mientras cerraba la puerta, a lo que
nuestro protagonista contestaba “uno
veinticinco”; como si el ser humano detrás del volante fuera una pieza más
de la máquina que llamamos comúnmente colectivo.
Ahora
sí, el dilema más grande de todas las mañanas. ¿Cómo viajar en transporte
público huyendo de todo contacto social con aquél público transportado? Después
de levantarse con el pie izquierdo el día sólo mejoraba al encontrar un asiento
individual vacío; y era uno de esos días inolvidables si además de estar vacío,
no hacía falta tocar a nadie para llegar hasta ese asiento; si huía hasta de
pedir permiso. Por eso siempre la mochila iba primero, los empujones de la mochila
hacían lugar, para que luego pase el cuerpo sin necesidad de contacto. Pero hoy
no era un buen día, pensaba: el pie
izquierdo, el vecino que se había levantado temprano, la vieja fea esa (que era
un gasto para el Estado) alimentando a esa plaga de bichos mugrientos y encima
ahora… ¡el bondi este de mierda que está lleno! Definitivamente, se decía, un día para tirar a la basura. Hacía
varios años que en algún momento del día, cada día se decía que era para
tirarlo a la basura; no los podía ni “reciclar”. Había un asiento en el fondo,
entre medio de dos personas, pero prefería caminar 40 cuadras antes que chocar
codos con alguien. Al fin pudo bajarse, caminó dos cuadras y llegó a aquél
trabajo rutinario: encerrado en un box hasta las 16 horas, hablando por
teléfono con gente desconocida, intentando convencerla de comprar un producto
que ni siquiera él había probado nunca; pero importaba la comisión. Sólo tenía
relación ocasional con el mingitorio y a veces con el microondas de la cocina
en la hora del almuerzo. Huía de aquella morocha hermosa del box de enfrente,
estudiante de Derecho; como si ignorarla lograra comunicarlos, huía hasta de
saber su nombre. Cada vez que le surgía algo desconocido de adentro que le
decía, “andá a hablarle”;
inmediatamente su voluntad lo tapaba con un “no se puede confiar en el amor”.
Luego
del trabajo corría por las tardes, como queriendo huir de su propia vida; pero
volvía siempre al mismo lugar tras una
hora de transpiración. Ni el hermoso atardecer de un día de otoño lo conmovía.
Luego de la ducha con poco agua, (parecía que estaba tapado el caño pero no le
gustaba que entre gente a su casa; incluso un necesario plomero) veía un poco
de televisión, pero hacía zapping, ninguno de los programas lo convencía.
Después se ponía a cocinar en su solitaria cocina, nada muy sofisticado; unas
salchichas con puré, las comidas muy elaboradas lo disgustaban. Por último
antes de acostarse leía un poco de aquella biblioteca que le había dejado su
padre. Había comenzado hacia unos días El
hombre en busca de sentido de Frankl, pero esa misma noche decidió dejarlo
por la mitad y elegir otro libro; le parecía marketinero, aburrido y poco emocionante; parecía que hasta de la
búsqueda de su propio sentido había huido. Al fin a dormir otra vez mientras
pensaba: otro día para tirar a la basura;
¡cómo te cambia el día despertarte con el pie izquierdo!: huía hasta de la
culpa: su infelicidad era a causa del destino y no por él mismo.
Huía
de todos los cambios, de todo lo no-yo por no animarse a huir de sí mismo, de
sus estructuras, de sus ataduras; y pensar que se creía muy libre, y de la
libertad era de lo que estaba huyendo. Se creía el más fuerte, tal vez porque
no se quería nada a sí mismo, debía tapar ese hombre débil y triste con otra
imagen fuerte y poderosa, que luego se compró
y se creyó; para evitar encontrarse con sí mismo y aceptar su yo.
Lo
importante que es: quererse para querer, valorarse para valorar, encontrarse y
aceptarse, para finalmente dejar de huir.
Nicolás Balero Reche
Pensar que realmente hay gente que vive así todos los días. Qué importante valorar la vida que tenemos! Muy cierto el final "Lo importante que es: quererse para querer, valorarse para valorar, encontrarse y aceptarse, para finalmente dejar de huir." Me gustó, muchas gracias!
ResponderEliminarMe gustó Nico como te metés en la piel de tu maluhumorado personaje. Es un nuevo Natalio Ruiz enredado en una rutina que no le permite pensar pero lo da cierta seguridad. No le interesa ver qué hay "afuera" de su logistica.
ResponderEliminarMe pareció muy lograda esta parte del colectivo:
"a lo que nuestro protagonista contestaba “uno veinticinco”; como si el ser humano detrás del volante fuera una pieza más de la máquina que llamamos comúnmente colectivo.
Ahora sí, el dilema más grande de todas las mañanas. ¿Cómo viajar en transporte público huyendo de todo contacto social con aquél público transportado?"
Hacés muy visible la miseria de su sobrevivir.
¡Qué notable caracterización psicológica de este "pobre diablo! Encerrado en una estructura de conducta "porque sí", revestido de una caparazón impermeable a toda comunicación - incluida la de con su Creador - termina recluyéndose en un ser inhumano, en cuanto ha renunciado a su naturaleza indivisa de persona y miembro de la sociedad... Realmente, un modo de vida paupérrimo e indigno!Y nuestra sociedad está poblada de tantos de estos desolados... ¿Qué nos pasa como sociedad?
ResponderEliminarMe encantó intentar ponerme en la piel de aquellos malhumorados.. en qué pensarán, cómo vivirán... Y lo que más me llamaba la atención es que un personaje así, de verdad no se da cuenta lo MUCHO que se está perdiendo, lo FELIZ que se puede ser con las cosas simples... Muchas gracias por los comentarios!
ResponderEliminarLo importante que es: quererse para querer, valorarse para valorar, encontrarse y aceptarse, para finalmente dejar de huir.
ResponderEliminarESTO ME GUSTO MUCHO, SERÁ QUE ME IDENTIFICO CON ESTE SITUACION. ME GUSTA MUCHO COMO MANEJAS LOS TIEMPOS EN LA REDACCION, LOGRAS QUE EL LECTOR SE ENCHUFE.
MAX HÜNICKEN
gracias Nico por tu escrito, casi que uno se pone nervioso al leerlo y entrar (por un rato, por suerte) en esa lógica desesperada y desesperante. un abrazo
ResponderEliminar