Roma Geber, Recordando que hay un tiempo, óleo sobre tela, 50x40, 2001
“…que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, y que nos detenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan"… (Goethe, Werther)
Dicen que la gente de Königsberg ponía su reloj todos los días a las siete cuando veían al profesor Kant salir a pasear delante de sus casas. Eso es al menos lo que se cuenta. Y si de poner en hora relojes se trata, yo también puedo aportar mis recuerdos. No ya de Königsberg sino de San Nicolás. De adolescente solía pasar temporadas en San Nicolás en casa de una amiga. Ana vivía allí con sus padres, abuelos, tíos y primos en una de esas casas «chorizo» de provincia. Se entraba a la casa pasando por un amplio zaguán que comunicaba a un patio con piso damero y techo vitral al que daban las habitaciones, una puerta enfrentada a la del zaguán abría a un pasillo y éste a un nuevo patio, nuevas habitaciones y así se sucedían las casas de tres familias en hilera.
Bueno pues, todos los mediodías a las 12 en punto, de hallarse usted en el segundo patio asistiría a un encuentro impostergable: el del olor de unas chuletas que se cocinaban en la plancha de la cocina cuya puerta de alambre tejido permitía que se esparciera por todo el aire del lugar, y los pasos del abuelo de Ana que venía arrastrando sus pies por el pasillo.
A las doce en punto, no a las doce y cinco ni a las menos diez, la conjunción se producía a las doce en punto. De modo que la palabra «chuleta» me trae ese recuerdo adolescente del arrastrar los pasos a las 12 del mediodía. (Mi chuleta entonces cumple en este relato una función similar a la madelaine de Proust aunque, convengamos, sin ser yo tan buena narradora ni ella tan coqueta.)
Junto con el recuerdo del olor a carne que se cocina en su propia grasa, el sonido cansino de los pasos que se arrastran a través del pasillo y el patio iluminado por el sol del mediodía, me llega también un sentimiento de opresión. Y es que la vida del abuelo de Ana se empezaba a asemejar al eterno retorno de Nietzsche, del cual el momento de la chuleta era uno de sus instantes cumbres. El instante de la sombra más corta. Todos los días eran la repetición del mismo día. La vida se desenvolvía en un escenario absolutamente reconocible, se podía transitar por ella sin novedades, sin sobresaltos y principalmente con gran seguridad, sin la necesidad de ejercer ninguna rara o molesta iniciativa. Se sabía cómo empezaba y acababa todo. Un universo a medida de su habitante, sin sorpresas, cálido, acolchonado. Todo estaba bajo control si llegaba a tiempo el olor de la chuleta. Algo semejante al mundo por el que circulaba Kant, estructurado por sus formas a priori que lo ubicaban en su paseo por las calles de Königsberg a las 7 en punto. No me refiero entonces a una seguridad material cuyo símbolo podría ser la chuleta, sino a una «seguridad» espiritual que pretende que la realidad se reduce a nuestras pobres definiciones.
¿Qué habrá afuera, del otro lado, más allá del zaguán? ¿No vivimos todos de algún modo en nuestras casas chorizos? ¿Cuáles son las chuletas que nos hacen recorrer obstinadamente, una y otra vez, los mismos angostos pasillos?
Qué bien elegida la imagen de la "chuleta", Marisa! Porque es realmente algo tan tentador que uno entiende su fuerza de convocatoria. Se ve que lo mismo nos pasa con estas ansias de seguridad, con ese querer conocer el principio y el final para estar tranquilos, con esa fantasía que tenemos de que todo marche sin sobresaltos y sin que tengamos que colaborar demasiado. Evidentemente es una chuleta que se paga demasiado cara (cualquier relación con la realidad anti-indec es pura coincidencia) y casi un milagro que cada tanto vislumbremos que hay algo de "opresión" en ese zaguán y nos lancemos heroicamente a la conquista del mundo exterior aunque sea con sólo unas lechuguitas en el estómago.
ResponderEliminarMuy bueno para preguntarse qué cosas nos dan esa seguridad, y cuando las perdemos en qué quedamos? habrá que salir de nuestra casa chorizo...
ResponderEliminarahhhhhhh...¡primero Goethe y después Marisa!!!es mucho para andar con sólo unas lechuguitas en el estómago...como dice Angeles!
ResponderEliminarGracias por este texto Marisa !!! Seguro que la realidad no se reduce a nuestras pobres definiciones...y que tenemos que romper sin miedo una y otra vez los muros que nos aprisionan!!
Marisa, muy cálido tu relato, con imágenes que mezclan el olor rico a chuleta con la cultura: arquitectura, Königsberg, Goethe y Proust! Qué bien que aproveches tu talento para los contrastes porque contraponer una madeleine a una chuleta....! Si, la filosofía es cuestión de preguntas. Gracias!!!!
ResponderEliminarUh, Marisa, me dejaste con una sensación de chuleta quemada, jaa! Tan bien que venía saboreando el texto. Pero es cierto lo que decís, nos manejamos muchas veces con este criterio mezquino de pensar que la reaidad se reduce a nuestras pobres definiciones.
ResponderEliminar"Is there anybody out there?" cantaba Pink Floyd. Esa pregunta no siempre llega y quedamos recluídos en esos "angostos pasillos", "ese amplio zaguán" y el "patio con piso damero y techo vitral" hechos a nuestra medida.
Pd. Hubiera estado bueno, una foto de Marisa adolescente! Eso hubiera sido trascender, un ejemplo, de trascender la chuleta. Jaa!
FE DE ERRATAS: "Eso hubiera sido un ejemplo de trascender la chuleta."
ResponderEliminarHéctor, me sacaste la cita de PF de la boca!
ResponderEliminarMarisa, gracias una vez más. Estos textos tuyos, tan aromáticos, siempre pegan de otra manera, con las "siempre novedosas ideas de siempre"... Desde mis propios muros, y con mis propias chuletas, agradezco porque nos renovás las ganas de salir a correr riesgos, a probar otros menúes, o a alguna ascética dieta incluso, si hiciera falta.
A mí, me parece muy buena la reflexión de romper con nuestras seguridades (¿seguridades?) que nos encierran y enfrascan en el apriorismo kantiano.
ResponderEliminarSin embargo, y aunque no haya conocido al abuelo, la imagen también me suena a que en la sencillez del patio damero y el calor del mediodía tapizado con el olor de la chuleta, nuestro protagonista, no necesitaba nada más para ser feliz.
Saludos!
Profesora Marisa
ResponderEliminar"Regreso a entrar en mí mismo y encuentro un mundo"
“Las cuitas del joven Werther”
Recuerdo que cuando leí el libro que hace referencia a su cita se llamaba: “Las cuitas del joven Werther”, fue la primera vez que vi esa palabra (cuita), y nunca más encontré esa traducción, estaba en las obras completas de Goethe y eran los libros de Aguilar, recuerdo la piel de cordero de esa colección que era de mi abuela materna. Leí el libro a causa de una cita, no recuerdo cual era, pero me llamó la atención, y lo raro es que al final del libro quería matarme, y si no lo hice es porque no había un “quién” mi vida no tenía sentido porque no tenía por quien matarme. ¡Ah, el amor, esa letanía, una ilusión!
Su relato me hizo recordar a El Perfume de Patrick Süskind, ese perfecto tratado sobre el olor que revitaliza un sentido al que le damos poca, muy poca importancia: el olfato. A través del recuerdo de un sentido vuelve un mundo, todo otro yo. Con este tipo de relato, puedo entender mejor sus clases, recuerdo las citas a Nietzsche (es bastante nietzscheana, usted) en sus clases: “Solo tenemos oídos para aquello que viene de la vivencia”, a través de sus relatos, busco relatos parecidos en mi memoria y a través de ellos puedo ver mejor lo que está tratando de decirme. “¡Cuánto aborrezco esta propensión a lo verdadero, a la realidad, a lo que no es sólo aparente, a la certeza!” De la sétima soledad, también de Nietzsche. Mis “seguridades” espirituales son un reflejo de este mundo en decadencia, que piensa que mi subjetividad es la única medida posible; no era Cicerón quien decía sobre su época: Nadie respeta a sus padres y todos escriben (viene bien la frase para un grupo de literatura), bien podría trasladarse esa frase para nuestra época.
Me encantaría responder sus preguntas, pero ya que parecieran ser retóricas “no da” que sean respondidas. Pero pienso en mi casa-chorizo y en mis chuletas…
Abrazos,
Martín
Marisa, tu relato me recuerda a cuentos bien argentinos en los que siempre están presentes las casa-chorizo de la que hablás.
ResponderEliminarTodos tenemos nuestra chuleta, muy muy cierto. Creo que es importante tenerla, pero al mismo tiempo es importante saber que es sólo eso, una chuleta que nos remite a algo pasado, pero sin embrollarnos en el asunto y dejar ir lo vivido.
Cuánto alimento en esta "CH"!!!!
Un beso muy grande!!!
Qué manejo de las imágenes, Marisa!! Un lujo leerte, la verdad... Me pregunto de qué nos estaremos escondiendo cuando nos zambullimos en el olor ya saboreado de las mismas chuletas de siempre... ¿qué puede haber tan malo más allá del zaguán? Mejor malo conocido por bueno por conocer?? Qué manía la del hombre...
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