Llega un momento en las fiestas de cumpleaños en el
que los allí presentes se dividen en dos bandos: los que comen torta y los que
no. La torta, al parecer, tiene un rol destacado en este tipo de jubileos; bien
lo saben los niños, que en el cumpleaños de alguna tía se ven forzados a
interrumpir sus juegos ante la llegada inminente del mítico pastel. También los
grandes lo sabemos, puesto que nuestro eventual intento de fugarnos temprano de
alguno de esos festejos suele ser reprimido con un cariñoso, pero no menos
severo, “¿cómo? ¿no vas a esperar la torta?” Y es que la torta, con su
magistral entrada, con su luz de vela entre las penumbras, indica el supuesto
momento cúlmine de la reunión y es la señal para que los participantes entonen
a coro la afamada melodía dedicada al que suma una unidad más al conteo de sus
abriles.
Adherir a uno de los grupos – el de los que comen
torta o el de los que no – puede deberse a múltiples razones, destacándose
entre ellas las simples ganas de ingerir algo dulce a esa altura del agasajo y,
especialmente entre las asistentes femeninas, la fortaleza con la que se
aferran al cuidado – muchas veces exagerado – de su silueta.
En lo personal, estoy seguro de que en mi historial han
sido más las tortas que rechacé que las que llegué a degustar. Y ciertamente no
por cuestiones de dieta. Hay algo en el bizcochuelo que no me termina de
convencer; creo que su carácter esponjoso, habitualmente entremezclado con
humedad, no ha logrado despertar mi interés. De ahí que sea más común que le
hurte algún fragmento de la reposteril cobertura a un vecino en lugar de
aceptar todo un pedazo con la consecuente obligación de tener que comerlo
entero. Tampoco hay que exagerar; no es que el bizcochuelo de torta me resulte
imposible. Ningún malestar me ha demostrado jamás alguna suerte de intolerancia
o algo por el estilo. Simplemente las tortas no me causan suficiente atractivo,
y por eso mis negativas. Al fin y al cabo, la torta no se come por necesidad,
sino por puro placer, y si no llega a producir ese placer, lo lógico sería no
comerla.
Estas elucubraciones me acompañan desde mi
adolescencia. Mi infancia, empero, tuvo con las tortas una relación distinta.
Ya por entonces no me convencía eso del bizcochuelo húmedo, es verdad, pero
todo lo previo a la ingesta era genial. El mérito es de mi madre, sin lugar a
dudas. El empeño y la dedicación que le ponía a esas tortas eran admirables. Me
hizo tortas “cancha”, con arcos, jugadores y todo (que después servían para
jugar imaginarios cotejos en el pasillo de casa), pistas de automovilismo (ver
foto), escenarios con bandas de rock, y hasta una torta-pelota. Sí señor, así
como se lee, ¡la torta era una pelota de fútbol! ¡Era una torta esférica! El
ahínco y la meticulosidad con los que la vieja preparaba esas tortas era
directamente proporcional al amor por el hijo cumpleañero, es decir, enorme.
Casi que la torta pasaba a convertirse en una preocupación central entre los
preparativos del festejo, cosa que creo que los varones mayormente somos
incapaces de comprender.
Al pasar los años me sinceré con mi mamá y le
confesé que el sabor de las tortas no era algo que me llamara la atención y que
ya no hacía falta que le dedicara tiempo y esfuerzo a eso. Lo hice con las
mejores intenciones de evitarle una labor que me parecía engorrosa e
innecesaria. Claro que cada año ella me volvía a preguntar si quería una torta
para el cumple. Mi negativa se mantuvo firme… y ya no sé si fue un acierto.
Ahora pienso en que quizás no era mala idea dejar que ella tuviera una oportunidad
más para mostrar su afecto. Cosas de las que uno se aviva después… Empezás a
sospechar que tal vez no esté mal comer torta, aunque no te guste tanto, como
una manera de reconocer y agradecer el esfuerzo de quien la preparó.
Con el tiempo, el mismo festejo del propio
cumpleaños dejó de resultarme atractivo. Casi que me limité a algún asado con
amigos un par de veces y poco más que eso. Me incomoda lo de ser el motivo de
la reunión; prefiero las juntadas casuales y sin cantitos ni velitas. El año pasado,
sin embargo, fue mi primer cumpleaños de casado. Y lo festejé. Y noté que mi
mujer no consideró siquiera la posibilidad de que no hubiera torta. Y la torta
volvió a ser una de las preocupaciones centrales de los preparativos, y ella
también le puso enorme dedicación y ahínco, como muestra del amor por su
marido.
Y la torta era de bizcochuelo. Y, naturalmente,
comí. Y la torta estaba riquísima.
Martín Susnik
MUY BUENO MARTIN> !!!!
ResponderEliminarME LLEGO MUCHO, EN MI CASA HABIA UNA CEREMONIA PREVIA A LA TORTA, Y UN PLACER REFLEXIVO TRAS LA COMILONA.
MAX HUNICKEN
¡Que ternura tu escrito Martín!
ResponderEliminarA mi también me encanta hacer tortas con decoración a la gente que quiero. ¡Pero tu vieja es una artista! ¡Qué maravilla!
¡Y vos qué precioso eras de purrete!
Es cierto que la "materia conduce al espíritu y a la comunión espiritual" basta ver esa torta. ¡Y qué grande Magui que sigue la tradición!
Gracias Martín disfruté mucho el relato y me sentí una orgullosa miembro del equipo de "madres y mujeres torteras".
Otra cosa: ¡Es imprescindible que les hagas leer esto a las dos!
ResponderEliminarMe encanto tu escrito Martin! y es tan asi.... yo tambien soy del club de madres y mujeres que nos hacemos las reposteras por nuestros bebes y por los no tan bebes.Gracias
ResponderEliminarMe conmovió tu texto, Martín.Gracias.
EliminarMartín, tu texto lo leí anoche y me pareció... Magistral! Pintas tan bien las circunstancias que me hacen evocar la época que con mi esposa hacíamos tortas - prototipo: cocodrilo, barco, tren (pero en tercera dimensión!), barrilete..., hasta un Jumbo-747! Respecto de este ultimo nuestro nene mayor - ahora ingeniero aeronáutico - observó que los motores que cuelgan de las alas no deben tocar el suelo... En fin, las tortas, especialmente las de cumpleaños, son símbolos de algo invisible que es el transcurso del tiempo y en relación a ello ya te imagino cómo 'cómplice' diseñador / armador de tales prototipos en el futuro. Por lo menos ese es mi deseo. Y, finalmente, también uno termina gustando del medio fofo bizcochuelo...
ResponderEliminar¡¡Muy bueno Martín!! Me pasa tal cual lo mismo con las tortas! Pero no tengo tanto el problema del esfuerzo repostero para el momento culmine del cumpleaños.
ResponderEliminarTal vez haya un error táctico en la ubicación temporal de la torta. Siento que lo que me pasa es que para cuando llega estoy tan lleno de bocadillos que su presencia es totalmente inútil. Quizá para un desayuno con café con leche al día siguiente viene bárbaro. Pero como miembro honorario de los amantes de lo salado, aunque sea de bizcochuelo, con dulce de leche o con fruta, para mí la torta es totalmente prescindible. Quizá me convierta en pionero al implementar el uso de las velitas en un pan de campo rodeado de una nutrida picada con todo tipo de embutidos y quesos.
¡Un abrazo!
Me encantó Martin!! Con que pocos gestos podemos hacer feliz a alguien no? Esto que decís de que quizás tendrías que haberla dejado a tu mamá seguir haciéndote la torta porque para ella significaba mucho, era una oportunidad más de demostrar amor. lo vivo mucho con mi abuela, que me pide que le avise cuando voy a comer. Y yo no la quiero molestar, pero ella muereee si voy y no tieen nada rico que ofrecerme, se pone triste, Es como su mimo personal
ResponderEliminarMuy bueno! Si bien yo soy de los fanáticos torteros en todas sus expresiones, viví de igual manera la torta "cancha de fútbol", y nunca me olvido de la torta "golosina" que era una torta repleta de golosinas. Era cualquiera, pero nosotros nos volvíamos locos por esa torta. A los 10 no hay nada mejor que un un pedazo de torta con caramelos, chupetines, alfajores y demás: todo mezclado. Qué lindo. Hoy mi novia cumple el ritual con la misma dedicación. Ya no hay tortas golosinas, pero una chocotorta espectacular. Gracias por compartir. Me encantó!
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