martes, 21 de mayo de 2013

Tú (Teresita Suriani)







Busco en cada T una U.

Ayer hasta las cosas más feas hablaban de ti. De tú.

Y estás por ahí. Dando vueltas.

Completando cada simple T con tus anónimas 'us'.

No sé quién sos pero tenés nombre de U.

Nombre de 'tú' que responderá a 'mí'.

Cruzando a la vereda de mi yo.

En donde me paré quietita, como un pronombre monologante.

Un pronombre solito, solito.

¿Dónde estás tú?


Quebré el silencio.


Solo


para hablar


Contigo.


Teresita Suriani

lunes, 20 de mayo de 2013

Trigo (Marisa Mosto)






Pero tú tienes cabellos de color oro.
Cuando me hayas por fin domesticado,
 el trigo dorado me recordará a ti.
Y amaré el sonido del viento en el trigo…
Antoine de  Saint Exupery




Amaré tu nombre en  aquellos que llevan tu nombre.
Tu mirada en mí.
Tu mirada que todo lo mira.
Amaré todo bajo tu mirada.
Al sonido del viento en tu mirada.
(Un viento frío de invierno,
de esos que duelen en la cara.
Un dolor hermoso.
Tal vez entonces, entienda
y el saber se transforme en una mueca
que refleje tu mirada)
Al viento que esparce tu mirada
Amaré los cascabeles que cantan en mi alma cuando escucho tu nombre
El nombre que revive tu mirada.


Mi nombre que no es mi nombre si no me llamas.






Marisa Mosto



Treintayseisocho grados Celsius (Paola Ambrosoni)



 Mary Cassatt (1844-1926) , Madre e hijo
 http://el-arte-de-ser-madre.blogspot.com.ar/2012/07/el-nino-enfermo-carriere.html






Te vine a despertar,

toqué tu frente,

y agradecí aliviada su tibieza….

¡Es tan fría la idea de la muerte!



Quiero quedarme así, contra tu pecho,

mi pulso acompasado con el tuyo

sintiendo la cadencia del latido,

de la sangre que corre por tus venas.



¡No vayas a soltarme!

Acá me quedo

en el milagro tibio de tu abrazo,

de tus treintayseisocho grados Celsius.



Paola Ambrosoni

domingo, 19 de mayo de 2013

Travesura (Carlos Taubenschlag)


http://www.bebesymas.com/otros/muy-gracioso-porque-no-son-mis-hijos




Me gusta jugar, y me gusta seguir las reglas del juego, y que los demás también las sigan.
No sé por qué, pero me parece que cuando se está jugando y alguien se sale de las reglas del juego, arruina el espíritu del juego, atenta contra lo divertido, arruina lo ocioso y festivo que es inherente al juego.
Y al empezar a pensar hace varios días en la letra T, volví a leer las reglas de nuestro juego. De hecho es ese el vocabulario que se propone en nuestro taller: “las reglas del juego consisten en ponerse a escribir una vez por mes...”.Al hojear el diccionario (busqué uno antiguo, más que centenario, de 1911, para inspirarme) después de muchas palabras con la T me quedé con TRAVESURA. Cuando leí travesura se me ocurrió que este taller en el que estamos participando es como una gran travesura. Descubrí que la palabra tiene muchísimas acepciones, más de las que usamos habitualmente (¡y eso sin contar las que puedan inventar jugando maliciosamente con un doble sentido!).

El DRAE propone tres acepciones principales: Acción maligna e ingeniosa y de poca importancia, especialmente hecha por niños. Acción y efecto de travesear. Viveza y sutileza de ingenio para conocer las cosas y discurrir en ellas. Y una cuarta acepción en desuso, antigua: Acción culpable o digna de reprensión y castigo.
Como todo remite a travieso, también la busqué, para saber si los que estamos en este taller teníamos un lado travieso o no. Las acepciones de travieso en el DRAE son: Atravesado o puesto al través o de lado. Sutil, sagaz. Inquieto y revoltoso. Y entonces me fui afirmando en esta convicción: todos podemos haber conservado algo de traviesos, algo que nos quedó desde la infancia siempre de algún modo presente, y hay modos de participar en el taller que tienen algo de travesura. De hecho, me parece que todos nosotros (los del taller) saboreamos y disfrutamos la “viveza y sutileza de ingenio para conocer las cosas y discurrir en ellas”.
Volví a mi viejo diccionario inspirador; les cuento que tiene unas 1.700 páginas entre marrón claro y siena, que están a mitad camino entre A4 y Oficio, pero mucho más anchas, oscurecidas y pesadas, encuadernadas con unas tapas todavía más oscuras y pesadas, editado por la Librería de la Viuda de Ch. Bouret -París/México- 1911. Y en él encontré esta definición de travesura: La acción o el efecto de travesear; la viveza y sutileza de ingenio para conocer las cosas y discurrir en ellas; chispa, agudeza, expedición suma, etc.; acción un poco ligera hecha sin premeditación y juicio culpable y digna de reprensión y castigo, regularmente verificada con destreza e ingenio; y otras... O sea que venimos a descubrir una fuente auténtica del DRAE, y a la vez tomamos conciencia de que desde hace más de cien años, en castellano la travesura está asociada al amor a la sabiduría, a conocer las cosas, a discurrir sobre ellas, es decir a hacer filosofía; y esto incluye de alguna manera el ser amantes de las letras (filólogos), y entonces nuestro modo de trabajar en este taller sí tiene algo de travesura. Para completar nuestro ADN de talleristas del alfabeto, digamos que es muy probable que todos tengamos algo de “chispa”, algo de “agudeza”, algo de “sutiles, sagaces, inquietos, ingeniosos”, y que para destacarse como gente de letras o de filosofía, hay que ser un poco traviesos.


Carlos Taubenschlag

Trascendencia y tiempo (Estanislao Zuzek)







Ocurre a menudo. Elegido el tema con antelación, comienzo a rumiarlo en mi mente, confiriéndole una estructura lógica. Pero cuando me aboco a la redacción aparecen otras variantes, algunos nexos dejan de parecer lógicos, como desubicados… La hilación de conceptos se entrecruza… y he ahí la cuestión: En el texto, ¿qué dejo?, pues el título del mismo se me abre como una caja de Pandora y, luego, ¿quién le pone el cascabel al gato? – He aquí algunos tópicos que he logrado concatenar, quizás con cierta arbitrariedad.

            Para comenzar, la trascendencia, ¿qué es? Ni virtud, ni pasión, ni actitud, ni acción… ¿Quizás sea una propiedad, ¿esencia?, de la acción asociada al verbo trascender?  Etimológicamente, ese verbo es “rebasar subiendo”. ¿Cómo la leche hirviendo,  desbordando el recipiente y derramándose por el entorno? El salirse, pues, del ámbito natural, del continente y expandirse por el entorno. La trascendencia es eso. Por otra parte, trascendemos todos y, a su vez,  somos objeto de trascendencias. Además, ideas, conceptos, que tienen entidad propia trascienden de por sí.

            El acto de amor entre varón y mujer – dos vidas, reunidas en esa instancia en una sola – termina trascendiendo en la generación de una tercera, nueva vida, distinta de las dos primeras pero de igual e infinita dignidad. El  amor es trascendente, siempre. Es apertura, aceptación y donación al otro. Obviamente, las demás pasiones también son transcendentes, puesto que el “apasionado” del caso afecta al entorno con su actitud. En el caso de lo opuesto al primero, el odio, ¡de qué forma dañina, trágica, cruel y horrible sabe golpear! Además, el amor es correspondido, es mutuo: el amado lo re-trasciende hacia el amante.  Por eso, marido y mujer, madre e hijo, entre hermanos… se aman. El amor genera amor. Felizmente, el odio no siempre genera más odio; aunque,  lamentablemente, las más de las veces sí lo hace, aumentando el infierno entre humanos, desuniéndolos. Sin embargo, el mismo puede ser retribuido con amor, cuyo trascender sobre el que odia quizás lo haga recapacitar y redimirse. Amor –– Odio perdón – gratitud – generosidad - …, etc. son polos de irradiación trascendentes; para bien o para mal…

            La vida individual propia consiste en un intercambio ininterrumpido de influencias con otros que, en el fondo son trascendencias y que varían en calidad e intensidad con la edad – en general, al principio creciendo y luego de un cierto quiebre, decreciendo - desde el inicio de la vida hasta la madurez, vejez y senectud. Diríamos que ese ‘intertrascender’ es una función de la edad del individuo, medida dentro de su Tiempo particular hasta que en un dado instante dicho Tiempo - cuya esencia es el transcurrir – trascenderá el umbral de la eternidad…  para hacerse presente eterno, (y valga la redundancia) ¡por siempre!

            Están, además, las trascendencias cuasi-atemporales de los grandes hombres: pensadores, de cuyas ideas se nutren generaciones y generaciones; artistas, cuyas obras siguen expandiendo belleza, por siglos; estadistas, cuyo recto proceder aun hoy continua siendo ejemplo y lo será también para generaciones venideras; hombres de fe, santos, virtuosos, abnegados, etc., que dejaron huella positiva, pues. Ellos hacen que la historia– a pesar de todas las barbaridades y horrores habidos - sea la Historia del progreso genuino de la Humanidad,  como fruto de la trascendencia del Bien hacia los tiempos históricos. Lamentablemente – a juzgar por sus obras o por las de sus seguidores – también gozan de trascendencia los pensadores negativos, de ideas nefastas, propagadores del odio, dominadores, explotadores… que, conjuntamente, contrabalancean en mucho esa Historia.

            En razón de su componente espiritual el hombre, por naturaleza, está propenso a trascender lo material, lo contingente, lo temporal y todo lo que implique límites, pues el espíritu es libre y se mueve por donde quiere – pero, paradójicamente, en esta Tierra ello sólo podrá tener lugar mientras el alma esté unida a su cuerpo.

            Además de esa transcendencia, activa y pasiva, en función del tiempo propio de cada uno, está el deseo de trascender el tiempo con el objeto de traer al presente acontecimientos recientes, casi recientes, de pasado próximo, vía memoria propia, o más alejados, vía apropiadas referencias históricas y, finalmente, imágenes de la prehistoria formadas a base de pesquisas arqueológicas, etc. y vivenciarlos en este preciso momento - ahora. En el caso extremo se encuentra el anhelo de dar con nuestro común origen último. Desde hace milenios, ¡cuánto esfuerzo dedica la Humanidad a la contemplación y estudio del Universo!, buscando su razón de ser, su génesis y, por lo tanto, su origen. Es decir, el tiempo de inicio, el “tiempo cero” sideral, o con más justeza: Tiempo = 0,  respecto del cual no debería existir ningún “antes”. Quisiéramos traer al momento presente la imagen del Universo cómo fue en ese preciso instante. Dicen que ello tuvo lugar hace unos veinte mil millones de años y muchos de nosotros pretendemos trascender ese enorme lapso de tiempo sideral para situarnos en dicho instante… a partir de la visión formada recibiendo señales electromagnéticas del Cosmos que tardaron tal tiempo en llegarnos. Suponiendo que logremos dar con ese inicio, ¿seremos capaces, luego, de trascenderlo hacia la Esencia de todo?


Estanislao Zuzek

sábado, 18 de mayo de 2013

Transmisión del síndrome de posguerra (Santiago Vorsic)




http://www.sierradeyeguas.com/foros/viewtopic.php?f=16&t=22&start=5700




En la mayoría de los casos la Segunda Guerra Mundial dejó grandes ausencias irreparables, huellas de horror, deformaciones topográficas o tal vez restos de una bomba en un jardín. Fue un suceso imborrable en la conciencia colectiva de Europa. En otros casos sus efectos son más sutiles y silenciosos. Efectos que estructuran conductas y se diseminan entre el común de los afectados como un complejo de conductas disímiles que no puedo evitar llamar síndrome de posguerra.
No voy a poder olvidar a mi tía abuela enseñándome a que mientras se come se debe beber a pequeños sorbos la primera mitad del vaso y al terminar el plato se debe beber la otra mitad para bajar la comida, según alegaba ella, para no beber excesiva agua. O las frases "Dej pojej vse kar maš v krožniku" ("Comé todo lo que tienes en el plato")  o "Dej jej ali boš ostal suh" (Comé o te vas a quedar flaco") me huelen siempre al humo de las bombas, al silencio de la escasez y al sordo murmullo de la supervivencia. Algo de ese complejo aún perdura en mí, aunque la diacronía originante me era siempre ajena. Pero no es posible desconocer que ese aroma persiste en el inconsciente familiar. No es sino sólo una burda arqueología del hecho lo que puedo desarrollar. Puedo pensar además que estoy loco, pero me veo obligado, no sin algo de aplomo, a diagnosticarme una angustia congénita a ver restos de comida en mi plato.
Entre otras afecciones relacionadas podrían contarse la compulsión crónica a intentar reparar o enmendar las cosas antes de tomar la decisión de tirarlas, usándolas hasta sus límites físicos y estructurales. Quizá también la tendencia al aprovisionamiento o ahorro. O es que estas dos últimas son patologías propias de la sociedad argentina producida por las cíclicas crisis económicas o por el costo de los productos importados o de manufacturación compleja que se resume en un particular y celoso cuidado de los mismos, popularmente expresado con el clásico "Sino lo atamo con alambre".
Así como estos, imagino que son incontables los casos de conductas y costumbres patológicas en la sociedad. No llego a concebir los límites de las mismas ni a distinguir todos sus fundamentos. Tal vez seamos patológicamente esclavos de la imposibilidad de asimilación de los traumas sociales que padece nuestro entorno. Pero cada vez que vuelva a ver algo innecesariamente absurdo, no podré dejar de abrigar la más profunda sospecha.
¿Usted alguna vez realizó un análisis arqueológico de sus conductas? Yo, por lo pronto, digo con mi vaso medio lleno "¡Salúd!", y devoro el último bocado de mi plato ya felizmente vacío.


Santiago Vorsic

Trampa (María Sol Rufiner)



(Geri’s Game Corto Pixar 1997)






-¡Has hecho trampa…!- gritó una pequeña voz
-Yo jamás haría eso; es un razonamiento perfectamente válido - le digo mientras bajaba la mirada.
- Que sea válido no significa que hayas ganado. - respondió la pequeña voz
- A decir verdad…-dije
Pero la voz respondió:
-¿Verdad? ¿Qué verdad puedes decir si te has hecho trampa?-
Y con la boca abierta y vacía de cavilaciones me dejó en la Plaza. 






María Sol Rufiner

viernes, 17 de mayo de 2013

Tragicomedia (Federico Caivano)







Dentro del armonioso plan de la sapientísima Providencia divina existe un elemento que pasa muchas veces desapercibido aunque forme un rol esencial en el sagrado orden cósmico. Su valor intrínseco queda opacado por el aparente carácter azaroso de sus diferentes manifestaciones (cotidianas, diarias incluso). Y sin embargo, se entrama tan estrechamente con las otras fibras que conforman la tela de la vida, que su participación dentro del sentido último de la vida humana y personal es innegable. Estoy hablando de lo que llamo 'la gran joda cósmica'. Ésta consiste, a grandes rasgos, en la combinación aparentemente aleatoria de condiciones variables que culminan en una situación (casi inverosímil, pero real) donde la contingencia de la relación entre los hechos revela una necesidad óntica constitutiva del universo: esto eso, que el ser es/existe fundamentalmente, entre otras cosas, para hacer reír.

Pongo un ejemplo para ilustrar lo que quiero decir:

Un chico de 22 años está haciendo sus prácticas pedagógicas con el propósito de, algún día, ser profesor. Es la primera vez que da clases en secundario y está muy nervioso e inseguro de poder lograrlo, casi hasta el punto de abandonar la residencia. Luego de numerosas cavilaciones y ánimos por parte de sus amigos, decide seguir adelante. Es su primer día y, si bien sigue nervioso, todo se desenvuelve tranquilamente. Faltando sólo cinco minutos para que termine la clase, sin embargo, la cadena causal de los hechos hace que el destino vierta allí, en ese preciso espacio-tiempo y luego de una larga (¿infinita?) sucesión de condiciones, la joda en cuestión (como un buen vino que, añejándose a lo largo de décadas, es descorchado súbitamente por su dueño y servido entre los comensales para una ocasión especial), la cual desemboca de repente, sin aviso, golpeando -literalmente- a la puerta. La mensajera de dicha joda es en este caso una paloma, que aparece de la nada (sin ningún mago a la vista que la haya podido sacar de su galera) golpeándose contra la puerta del aula, desde el pasillo interno de la escuela. La atención de los alumnos se desvía inmediatamente hacía allí y en menos de medio segundo empieza a cundir el pánico y la histeria general. Ante el imprevisto, ni el residente ni la profesora titular alcanzan a evaluar suficientemente rápido la situación como para atajar a una alumna que se dirige presurosamente a la puerta (movida por un resorte moral poco claro tal vez) para guiar a la pobre ave hacia el exterior. Siendo que la prudencia es la principal de las virtudes cardinales, la evidente falta de ella genera una serie de consecuencias menos deseables aún que la situación inicial, ya que hacer entrar a la paloma plantea el nuevo problema de hacerla volar hacia una ventana abierta. Problema mayor incluso si tenemos en cuenta que no hay ninguna ventana abierta.

Revoloteando sobre las cabezas de los asustados y chillones alumnos, el ave se dirige a una de las ventanas que algunos de ellos estaban abriendo.

Pero una joda no es tal sin un remate enérgico y definitivo.

La paloma, aturdida y tambaleante, presa seguramente de la desesperación, termina por caer en el alféizar, con su cabeza atorada entre las hojas de las ventanas corredizas, sin poder escapar y con los intentos de los alumnos por ayudarla empeorando la situación. Con un movimiento grotesco pero sutil, su cuello se rompe y el ave muere inmediatamente. El residente queda entonces con la tarea de remover el cuerpo y alejarlo de los exaltados y angustiados estudiantes. El cadáver es envuelto improvisadamente con una cartulina y llevado fuera del aula.

La clase termina, como si cayera el telón en la mitad del último acto de una obra de Beckett.

¿Por qué se dieron todas esas variables juntas, justo allí, en un momento tan importante para el residente? Si estamos en el mejor de los mundos posibles, ¿no hubiera sido mejor que la clase terminara más tranquilamente? La única conclusión que puedo sacar de esta clase de situaciones es que existen para contrapesar una actitud de excesiva seriedad y una visión rígida y pesimista frente a la vida. El gran logro de esta Providencia es que muestra que a veces es posible y hasta bueno convertir en risa la pena y angustia, pintar sobre gris, sacar bienes de males.

(...)

¿Quién no anhela que Dios tenga sentido del humor? ¡A reír! Reír y rogar porque Dios se ría conmigo, de mí y mis (nuestros) pequeños infortunios superados.


Fede Caivano




Torta (Martín Susnik)








Llega un momento en las fiestas de cumpleaños en el que los allí presentes se dividen en dos bandos: los que comen torta y los que no. La torta, al parecer, tiene un rol destacado en este tipo de jubileos; bien lo saben los niños, que en el cumpleaños de alguna tía se ven forzados a interrumpir sus juegos ante la llegada inminente del mítico pastel. También los grandes lo sabemos, puesto que nuestro eventual intento de fugarnos temprano de alguno de esos festejos suele ser reprimido con un cariñoso, pero no menos severo, “¿cómo? ¿no vas a esperar la torta?” Y es que la torta, con su magistral entrada, con su luz de vela entre las penumbras, indica el supuesto momento cúlmine de la reunión y es la señal para que los participantes entonen a coro la afamada melodía dedicada al que suma una unidad más al conteo de sus abriles.
Adherir a uno de los grupos – el de los que comen torta o el de los que no – puede deberse a múltiples razones, destacándose entre ellas las simples ganas de ingerir algo dulce a esa altura del agasajo y, especialmente entre las asistentes femeninas, la fortaleza con la que se aferran al cuidado – muchas veces exagerado – de su silueta.
En lo personal, estoy seguro de que en mi historial han sido más las tortas que rechacé que las que llegué a degustar. Y ciertamente no por cuestiones de dieta. Hay algo en el bizcochuelo que no me termina de convencer; creo que su carácter esponjoso, habitualmente entremezclado con humedad, no ha logrado despertar mi interés. De ahí que sea más común que le hurte algún fragmento de la reposteril cobertura a un vecino en lugar de aceptar todo un pedazo con la consecuente obligación de tener que comerlo entero. Tampoco hay que exagerar; no es que el bizcochuelo de torta me resulte imposible. Ningún malestar me ha demostrado jamás alguna suerte de intolerancia o algo por el estilo. Simplemente las tortas no me causan suficiente atractivo, y por eso mis negativas. Al fin y al cabo, la torta no se come por necesidad, sino por puro placer, y si no llega a producir ese placer, lo lógico sería no comerla.
Estas elucubraciones me acompañan desde mi adolescencia. Mi infancia, empero, tuvo con las tortas una relación distinta. Ya por entonces no me convencía eso del bizcochuelo húmedo, es verdad, pero todo lo previo a la ingesta era genial. El mérito es de mi madre, sin lugar a dudas. El empeño y la dedicación que le ponía a esas tortas eran admirables. Me hizo tortas “cancha”, con arcos, jugadores y todo (que después servían para jugar imaginarios cotejos en el pasillo de casa), pistas de automovilismo (ver foto), escenarios con bandas de rock, y hasta una torta-pelota. Sí señor, así como se lee, ¡la torta era una pelota de fútbol! ¡Era una torta esférica! El ahínco y la meticulosidad con los que la vieja preparaba esas tortas era directamente proporcional al amor por el hijo cumpleañero, es decir, enorme. Casi que la torta pasaba a convertirse en una preocupación central entre los preparativos del festejo, cosa que creo que los varones mayormente somos incapaces de comprender.
Al pasar los años me sinceré con mi mamá y le confesé que el sabor de las tortas no era algo que me llamara la atención y que ya no hacía falta que le dedicara tiempo y esfuerzo a eso. Lo hice con las mejores intenciones de evitarle una labor que me parecía engorrosa e innecesaria. Claro que cada año ella me volvía a preguntar si quería una torta para el cumple. Mi negativa se mantuvo firme… y ya no sé si fue un acierto. Ahora pienso en que quizás no era mala idea dejar que ella tuviera una oportunidad más para mostrar su afecto. Cosas de las que uno se aviva después… Empezás a sospechar que tal vez no esté mal comer torta, aunque no te guste tanto, como una manera de reconocer y agradecer el esfuerzo de quien la preparó.
Con el tiempo, el mismo festejo del propio cumpleaños dejó de resultarme atractivo. Casi que me limité a algún asado con amigos un par de veces y poco más que eso. Me incomoda lo de ser el motivo de la reunión; prefiero las juntadas casuales y sin cantitos ni velitas. El año pasado, sin embargo, fue mi primer cumpleaños de casado. Y lo festejé. Y noté que mi mujer no consideró siquiera la posibilidad de que no hubiera torta. Y la torta volvió a ser una de las preocupaciones centrales de los preparativos, y ella también le puso enorme dedicación y ahínco, como muestra del amor por su marido.
Y la torta era de bizcochuelo. Y, naturalmente, comí. Y la torta estaba riquísima.


Martín Susnik

jueves, 16 de mayo de 2013

TOP (Ángeles Smart)


Tarot de Marsella, La Torre.






Top, Top, Top

muuuy top

re top

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la modelo millonaria que hace caridad con los pobres niños

los intelectuales chic ... lo último de lo último en ideas

el poder resentido que articula con tono snob y desenvuelto

la superficialidad canchera, retocada, superada

mucho apellido y educación, pura soberbia y mal trato

la vulgaridad que cree poder comprarse algo de clase

el funcionario cool... "toca guitarra eléctrica ¿sabías?"  "Guau........"

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No sé por qué pero los top-top siempre me causan la sensación de la más alta traición. Mucho se invierte por estar en la cima y en boca de todos. Lástima que el negocio siempre sale mal. Tarde o temprano -a pesar del brillo, del glamour, del éxito- se muestra la hilacha. No me gusta presenciar el derrumbe. Pero lo que deviene en la interioridad en los momentos cruciales y de absoluta desnudez es indescriptible.

Y si la redención sucede sólo queda la vida.

En su mínima exposición/En su máxima expresión.


Ángeles Smart



Todo lo cubre (Dolores Seeber)






Veinte años. Se dice fácil. Se vive lento


De pronto la puerta y... decíamos ayer: ¿cómo estas querida? ¿todo bien?


¿A quién buscas? ¿De dónde te conozco?


Es que... solo. Se siente frio... dormir...


Creció el musgo cubriendo grietas. Especies sin raíces, pronto se extiende y....todo se cubre. Los afectos ni llegan siquiera a romperse, solo se cierran. Musgo de lado a lado de ancho a largo.


Del musgo, sin raíces se puede mamar y crecer, aunque desamparados, no deseado, no amados.


Como paria se puede llegar con solo un paso despiadadamente sordo, obviando el riesgo de quedarse fuera sin rostro.


Dolores Seeber


miércoles, 15 de mayo de 2013

Tierra Adentro (Oscar Gomez Salmeron)

Foto intervenida por Oscar Gomez Salmeron







Aquella experiencia me hizo entender por qué aquel gaucho bueno y de historieta se había vuelto un sotreta………….

Cuando un hombre de a cabayo tiene la oportunidad de volver tierra adentro, ir p'a juera, p'al campo, afloran los sentimientos y recuerdos de su juventú, la nostalgia por la vida al aire libre, sin los conflictos y problemas de la gran ciudá.

Ansí nomás, ese fin de semana, sábado temprano, y en un día que pintaba lindo, salimos de la Capital Federal p'al lado del campo del yerno de mi novia, en la localidad de Zapiola, allá por Lobos. Y partimos, no en la 4 x 4 de su padre, sino en su Chevette modelo 90, con él, mi novia, su esposa -la hija de mi novia-, quien escribe,......y el perro. 

Pero dejemos de lado el gauchesco y hablemos como hombre de la gran urbe, que vive en Buenos Aires desde los trece años y ya es abuelo.

Llegar por la 205 a 85 km de Baires no fue problema. El problema se presentó cuando hubo que desviarse por un camino de tierra que llevaba hacia Zapiola, distante de allí cuatro km, más otros seis del campo para llegar a destino. Y había llovido mucho durante la semana; más bien muchísimo. El camino era un lodazal y apenas una huella asomaba entre el amontonamiento de barro que habían armado entre tractores y tropilla. Sugerí no entrar a semejante y peligroso lugar y más bien ir a comer un asado a Lobos, para volver más tarde, ya que el sol seguro habría secado la tierra. Pero no, el yerno de mi novia, vasco de 1,85 m y 115 kg de peso, se metió de prepo y empezó a maniobrar sobre el resbaladizo terreno, pegando volantazos a diestra y siniestra y acelerando el coche que se iba de cola y cuyo fondo pegaba contra los cascotes de barro. Así, cruzando los dedos (cruz diablo) y rogando a Dios no caer en los zanjones de la banquina, llegamos a duras penas al pueblito, con su típica estación de tren, alrededor de la cual estaban la escuela, algunas casas bajas y la pulpería, una casona vieja con dos puertas de chapa por la que entraban y salían los gauchos con botas (de goma), y que habían palenqueado matungos sobre su entrada. El yerno estacionó a unos metros y bajó para comprar dos o tres cosas. Previsor, le pedí un par de alpargatas negras, sospechando que el auto se encajaría en algún lado. Y no era cuestión de bajar en mocasines y jeans, tal como había llegado. 

Y así fue nomás. Salimos, cruzamos las vías y a ochocientos metros de Zapiola, sobre el ingreso a una estancia, flanqueado por grandes tranqueras, y en donde había montañas de barro, nos quedamos. ¿Y quién iba a bajar para empujar?, ¿el yerno conductor?, ¿las mujeres vestiditas de ciudad?, ¿el perro, un boxer atigrado que se lo había pasado lengueteándome la nuca todo el viaje? Pedí las alpargatas y descubrí que eran un talle más grande que el mío, el 43 (el yerno me explicó que negras solo había 44). Bajé del coche y las dos alpargatas se quedaron pegadas en el barro, que las succionó......Y allí las dejé. En patas, y pisando aquella masa cenagosa, busqué mi bolso en el baúl de donde extraje un jogging y un par de Nike nuevecitas y blanquitas. Me puse el jogging sobre la ropa de calle, me calcé las zapatillas y empecé a empujar el coche que no se movía, mientras patinaba y caía una y otra vez. 

De golpe, el milagro. Llegó una chata, un rastrojero con dos paisanos que se bajaron a ayudar. No les quedaba otra: el auto nuestro les obstruía el paso. Entre los tres desencajamos el Chevette que arrancó, salpicando a diestra y siniestra, y embalado siguió por el camino, zigzagueando como antes, con toda su carga menos la mía. 

Por supuesto, yo a esa altura era el hombre barro...y bosta. Si bosta, ya que sobre la entrada del aquella estancia el ganado había ido de cuerpo (¿no dice así el médico?) y aquello era una mezcla inmunda de bosta-barro, pegajosa, olorosa y resbalosa. Resignado, empecé a caminar los cuatro kilómetros y pico que restaban para la chacra. Pero los paisanos ayudantes se apiadaron de mí y ofrecieron llevarme sobre la parte de atrás del rastrojero, cosa que acepté pero montado sobre el paragolpes y tomado de la caja. Esa escena me hizo recordar a Di Caprio, cuando encaramado sobre la proa del Titanic se apoyaba a la chica de la película, mientras avanzaba mar adentro y el viento azotaba sus rostros y cabellos. Dudo que mi novia me hubiera acompañado sobre el rastrojero. 

Me dejaron a los quinientos metros, en que se desviaban por otro camino. Seguí caminando, resbalando y maldiciendo (trato de ser educado) al yerno de mi novia. Un km más adelante estaba el auto esperándome, en un sector que le permitió estacionar. Subí cansado, sentándome sobre el Clarín que había comprado esa mañana y con las zapatillas asomadas por la ventanilla, solo para escuchar a mi novia que se quejaba del olor y del barrito que se desprendía de mi cuerpo. Hicimos doscientos metros y el auto se salió otra vez de la huella y quedó atravesado. Ahora estaba solo para semejante empresa, de manera que me calcé de nuevo la barro-nike y como pude, con mis últimas fuerzas, empujé el coche hasta calzarlo. El Chevette arrancó. No quise subir. Tampoco me esperaron. 

Y me fui solo y resignado el resto del camino, canturreando y acompañado de Ariel Ramírez: “a la huella, a la huella, José y María, por las pampas heladas, cardos y ortigas…”


Oscar Gomez Salmeron

De Tiempos y sospechas (Maximiliano Hünicken Segura)


 Franz Liszt y el sueño del piano, Max Hünicken



En las pupilas fogosas de la energía, en los morosos del valor; en las vehementes entregas del alma yace nuestra hija, la música. Su marco de referencia ha sido la historia de su autor, la vida de sus intérpretes, de sus creadores. Mas existió otra historia que hostigó a la vida suma, a la vida del hombre sencillo. Ahora bien, es pertinente adentrarnos en la historia que efectúa cortes, con el arte propio de un cirujano, de un arqueólogo. Aunque antes amerita, remontarnos a Grecia, allí el que con su ironía iba cultivando la mayéutica, y así el origen de la tragedia padecía. Es que Sócrates nos embriagaba con su teoría: “El primer camino fue posible para el antiguo Sócrates, si es verídica la leyenda, gracias a la inspiración de su daimón, quien no le hablaba esta vez, como de costumbre, disuadiéndole, sino a modo de exhortación: “¡Sócrates, cultiva la música!” (Sloterdijk, Peter, El Pensador en Escena. El Materialismo de Nietzsche-DerDenker auf der Bühne. Nietzsches Materialismus, Valencia, Pre-Textos, 2009, p. 120) Él debía labrarla sin temerle al genio del mundo dionisíaco, pero confiado de su ciencia, pensó que su filosofía era la música suprema.
Asimismo, Nietzsche con su disgusto natural hacia el menosprecio de la música, por aquellos que la consideraban tan sólo un bello accesorio, con vehemente declamación sigue insistiendo con la vida que se humedece de melodías; la historia de nuestros impulsos de subsistencia, al menos merece ser recapitulada y esperanzada con la probidad de una venerable despreocupación: “Se nota en Nietzsche toda la indignación de quien, especialmente con la música, se figura encontrarse en el corazón del mundo, de quien halla su verdadero ser en el “hechizo del arte” (1, 452), y por eso lucha contra la actitud que considera el arte una bella cosa accesoria, quizás incluso la más bella, pero sólo accesoria”. (Safranski, Rüdiger, Nietzsche. Biografía de su Pensamiento, Barcelona, Tusquets Editores, 2009, p. 117)
Justamente es aquella cualidad, de historiadores apagados, indiscretos y con poco respeto hacia los autores y hacia el ánima de sus respectivas culturas. La vida se ve amenazada, menoscabada por ese cientificismo historicista:
                        Lo que vive deja de vivir en cuanto empieza a diseccionarse; sufre los dolores de su enfermedad cuando empieza a convertirse en objeto de las prácticas de disección histórica. Hay hombres que creen en una reformada y revolucionaria fuerza sanitaria de la música alemana entre alemanes: sienten con indignación y consideran como una injusticia cometida contra lo más vivo de nuestra cultura que hombres como Mozart o Beethoven sean sometidos a todo el bagaje erudito de lo biográfico y que, obligados al sistema de tortura de la crítica histórica, se les exponga a responder a mil preguntas inoportunas (Nietzsche, Friedrich, Sobre la Utilidad y el Perjuicio de la Historia para la Vida (II Intempestiva), Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1999, p. 98-99).
  
Las preguntas inoportunas han generado en muchas ocasiones, tergiversaciones e inclinaciones, que son acentuadas con ahínco, por aquellos críticos de la música, como en esta cuestión en particular, así también podemos dar ejemplos en el campo de la literatura, y de toda disciplina que pueda ser acechada por esta patología de la historia.
De este modo, nos aproximamos a los arquetipos de la música, es decir, a la nostalgia-memoria-pasión que se conjugan en Beethoven, sin dejar de reconocer su genio, su ímpetu y la magnánima fuerza de su creación. Otro modelo estará representado por Mozart, con tres peculiaridades de su música, la frescura-olvido-infancia. Y por último, los impromptus, la improvisación o espontaneidad-humildad-alegría, esta tríada es nada más ni nada menos, que Schubert. Ahora bien, Ludwig representa y es configurado en esa tríada, por aquella vida de agitaciones y tristezas, resentimiento hacia la vida que lo golpeó en numerosas ocasiones, incluso privándolo del sentido del oído. Él fue un memorioso de lo oscuro, de las armas que tuvo que pulir, para conquistar al mundo. Su pasión fue una catarsis, como también su melancolía, capaz que su atenuante resultara creativa, dado que, sus movimientos musicales eran tres en las tan aclamadas sonatas: primer movimiento que nos remite a la presentación o planteo del drama, segundo movimiento, el recuerdo de una derrota, la nostalgia hablando por sí sola. El tercer movimiento, la victoria, la marcha triunfal, de aquella tenacidad, empapada de temple, que no claudicó, pero padeció las sombras de su pena, la soledad. El otro paradigma, es Mozart, una clarividencia precoz, el infante que jugó con su inteligencia, que olvidó con su frescura, las presiones que perpetuaban sus rivales. Y por último Franz Schubert, la espontaneidad de una chispa divina, tan precoz como Wolfgang, humilde al haber reconocido con su memoria, a sus dos modelos predecesores. Él miraba hacia el pasado, porque encontraba su alegría en aquellos que se anticiparon en el tiempo. No obstante, fue reconocido, hasta Ludwig, se deleitó al escucharlo. Y como suele acontecer, murió prematuramente, allí estaba su sello: “El joven y la muerte, y el otro, más simple, más verdadero, pobre Franz. Mozart es un milagro; Beethoven, un combate. ¿ Y qué es Schubert? Franz, el pobre Franz….. Schubert es Schubert y nada más. Su música se le parece: es él mismo hecho música"  (Comte –Sponville, André, Impromptus: Entre la Pasión y la Reflexión, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 123)


Aquí se pudo apreciar tres vidas, cada una de ellas marcadas por el arte, signadas por diferentes historias personales, y así se exhibieron, constituyendo el impulso de la memoria, el olvido y la espontaneidad. La música está contenida en la historia, y ésta en la vida. En más de una oportunidad el arte imitó a la vida, y la vida intentó remedar al arte. Ahora bien, se puede decir que: “la vida sin música, es un error”, a decir verdad, la música sin vida no podría manifestarse, irradiarse con su pathos, y ser rememorada por la cultura, por la emoción y el ardor de una concreta humanidad: Que se regodea de una sublime combinación, apelando al siguiente suspenso en el tiempo; La música es la sospecha del tiempo, y su notación es la continuidad de un itinerante extrañamiento.


Maximiliano  Hünicken Segura









martes, 14 de mayo de 2013

Tiempo (Lydia Zubizarreta)


  
"Que el álamo tenga hoy hojas doradas...." Lydia Zubizarreta







¿Dónde está el hombre que sepa estimar el tiempo, y apreciar el día? 
Séneca 
Cartas a Lucilio -1



Si el tiempo no son los minutos que se miden, ¿cómo se lo puede pensar?
Sé que está tan unido a mi vida como el tallo a esta rosa, como esta nube a la atmósfera. 
El tiempo es un consuelo y también una amenaza.  Una alegría y una nostalgia. 
Mi tiempo es solo mío y lo defiendo de intrusos.  Cuando comparto contigo mi tiempo es un don que te hago.  Mi tiempo y el tuyo se unen, se potencian, se concretan, y logran lo que antes no se podía ni prever. 

El otro tiempo, aquél que no comparto y se queda conmigo, es tan sutil, tan débil.  ¡Llega a mí con tanta delicadeza!  Mi consciencia se alegra al recibirlo.  Se reciben mutuamente bajo la misma consigna: libertad.  En cuanto algo más surge se retira discreto.  No puede, en general, compartir.  Sin embargo sé que está siempre cerca.  Algunas noches ha convertido mi vigilia en descanso.  Me invadió, también, en momentos fuertes, dramáticos, fuerte él también, fortaleciéndome con su presencia.               
Tengo un gran respeto por el tiempo.  Hace que un niño se vaya convirtiendo en hombre.  Que el manzano pase de la flor a la fruta.  Que el álamo tenga hoy hojas doradas.  Amo el cambio que nos trae realización y renovación.                
A veces, cuando el lago está quieto, sin viento, cuando parece que el tiempo se para, me invade esa melancolía de querer un presente que dure, que esté, que no pase.  Siento  vértigo, sé que no lo soportaría.  Necesito que este tiempo no sea infinito.  Necesito que su toque sea leve, efímero. 
El tiempo pertenece a la música.  Nota por nota.  También a la poesía.  Sílaba por sílaba.  También al pensamiento.  No diría lo mismo del sentimiento. 
Es maestro de paciencia y de esperanza.  De humildad y de fe.
Es una cuestión tan cotidiana que no percibimos claramente su importancia.
Citando a Séneca: “Nuestro error es no ver la muerte sino delante, cuando en gran parte la tenemos detrás.”



Lydia Zubizarreta