Foto intervenida por Oscar Gomez Salmeron
Aquella experiencia me hizo entender por qué aquel gaucho bueno y de historieta se había vuelto un sotreta………….
Cuando un hombre de a cabayo tiene la oportunidad de volver tierra adentro, ir p'a juera, p'al campo, afloran los sentimientos y recuerdos de su juventú, la nostalgia por la vida al aire libre, sin los conflictos y problemas de la gran ciudá.
Ansí nomás, ese fin de semana, sábado temprano, y en un día que pintaba lindo, salimos de la Capital Federal p'al lado del campo del yerno de mi novia, en la localidad de Zapiola, allá por Lobos. Y partimos, no en la 4 x 4 de su padre, sino en su Chevette modelo 90, con él, mi novia, su esposa -la hija de mi novia-, quien escribe,......y el perro.
Pero dejemos de lado el gauchesco y hablemos como hombre de la gran urbe, que vive en Buenos Aires desde los trece años y ya es abuelo.
Llegar por la 205 a 85 km de Baires no fue problema. El problema se presentó cuando hubo que desviarse por un camino de tierra que llevaba hacia Zapiola, distante de allí cuatro km, más otros seis del campo para llegar a destino. Y había llovido mucho durante la semana; más bien muchísimo. El camino era un lodazal y apenas una huella asomaba entre el amontonamiento de barro que habían armado entre tractores y tropilla. Sugerí no entrar a semejante y peligroso lugar y más bien ir a comer un asado a Lobos, para volver más tarde, ya que el sol seguro habría secado la tierra. Pero no, el yerno de mi novia, vasco de 1,85 m y 115 kg de peso, se metió de prepo y empezó a maniobrar sobre el resbaladizo terreno, pegando volantazos a diestra y siniestra y acelerando el coche que se iba de cola y cuyo fondo pegaba contra los cascotes de barro. Así, cruzando los dedos (cruz diablo) y rogando a Dios no caer en los zanjones de la banquina, llegamos a duras penas al pueblito, con su típica estación de tren, alrededor de la cual estaban la escuela, algunas casas bajas y la pulpería, una casona vieja con dos puertas de chapa por la que entraban y salían los gauchos con botas (de goma), y que habían palenqueado matungos sobre su entrada. El yerno estacionó a unos metros y bajó para comprar dos o tres cosas. Previsor, le pedí un par de alpargatas negras, sospechando que el auto se encajaría en algún lado. Y no era cuestión de bajar en mocasines y jeans, tal como había llegado.
Y así fue nomás. Salimos, cruzamos las vías y a ochocientos metros de Zapiola, sobre el ingreso a una estancia, flanqueado por grandes tranqueras, y en donde había montañas de barro, nos quedamos. ¿Y quién iba a bajar para empujar?, ¿el yerno conductor?, ¿las mujeres vestiditas de ciudad?, ¿el perro, un boxer atigrado que se lo había pasado lengueteándome la nuca todo el viaje? Pedí las alpargatas y descubrí que eran un talle más grande que el mío, el 43 (el yerno me explicó que negras solo había 44). Bajé del coche y las dos alpargatas se quedaron pegadas en el barro, que las succionó......Y allí las dejé. En patas, y pisando aquella masa cenagosa, busqué mi bolso en el baúl de donde extraje un jogging y un par de Nike nuevecitas y blanquitas. Me puse el jogging sobre la ropa de calle, me calcé las zapatillas y empecé a empujar el coche que no se movía, mientras patinaba y caía una y otra vez.
De golpe, el milagro. Llegó una chata, un rastrojero con dos paisanos que se bajaron a ayudar. No les quedaba otra: el auto nuestro les obstruía el paso. Entre los tres desencajamos el Chevette que arrancó, salpicando a diestra y siniestra, y embalado siguió por el camino, zigzagueando como antes, con toda su carga menos la mía.
Por supuesto, yo a esa altura era el hombre barro...y bosta. Si bosta, ya que sobre la entrada del aquella estancia el ganado había ido de cuerpo (¿no dice así el médico?) y aquello era una mezcla inmunda de bosta-barro, pegajosa, olorosa y resbalosa. Resignado, empecé a caminar los cuatro kilómetros y pico que restaban para la chacra. Pero los paisanos ayudantes se apiadaron de mí y ofrecieron llevarme sobre la parte de atrás del rastrojero, cosa que acepté pero montado sobre el paragolpes y tomado de la caja. Esa escena me hizo recordar a Di Caprio, cuando encaramado sobre la proa del Titanic se apoyaba a la chica de la película, mientras avanzaba mar adentro y el viento azotaba sus rostros y cabellos. Dudo que mi novia me hubiera acompañado sobre el rastrojero.
Me dejaron a los quinientos metros, en que se desviaban por otro camino. Seguí caminando, resbalando y maldiciendo (trato de ser educado) al yerno de mi novia. Un km más adelante estaba el auto esperándome, en un sector que le permitió estacionar. Subí cansado, sentándome sobre el Clarín que había comprado esa mañana y con las zapatillas asomadas por la ventanilla, solo para escuchar a mi novia que se quejaba del olor y del barrito que se desprendía de mi cuerpo. Hicimos doscientos metros y el auto se salió otra vez de la huella y quedó atravesado. Ahora estaba solo para semejante empresa, de manera que me calcé de nuevo la barro-nike y como pude, con mis últimas fuerzas, empujé el coche hasta calzarlo. El Chevette arrancó. No quise subir. Tampoco me esperaron.
Y me fui solo y resignado el resto del camino, canturreando y acompañado de Ariel Ramírez: “a la huella, a la huella, José y María, por las pampas heladas, cardos y ortigas…”
Oscar Gomez Salmeron