Yo, que tantos hombres
he sido, no he sido nunca
aquel en cuyo amor
desfallecía Matilde Urbach
J.L .Borges, Le regret d´Heraclite
“No he sido nunca aquel en cuyo
amor desfallecía Matilde Urbach”.
¿Hubiera querido serlo? ¿Al menos
saber cómo hubiera sido?
A medida que crecemos se cuela
con más fuerza por las rendijas de nuestras grietas el subjuntivo. El
pluscuamperfecto del subjuntivo
Nostalgia densa y dolorosa de lo
que, hasta donde sabemos, nunca será.
Como esos versos de Mario Trejo
en el tango de Piazzolla:
“Amo los pájaros perdidos que
vuelven desde el más allá
a confundirse con un cielo que
nunca más podré recuperar”.
Y Heráclito. Heráclito
recordándonos que todo cambia incesantemente. Pero esas infinitas posibilidades
de cambio nunca incluyeron que Matilde Urbach desfalleciera por el amor de
Borges.
Todos tenemos nuestras Matildes
Urbach. O al menos yo las tengo. Personas, oportunidades, cosas no dichas,
gestos guardados, sueños, desafíos, que se pierden y desdibujan engullidos por el tiempo tras
el girar las espaldas del pasado.
“Ya no será, ya no”
No fue. No es. No será. Porque no
pudo ser o alguien no quiso que fuera. O porque lo dejamos de lado con nuestras
opciones. Todos los “nunca” escritos con letra chica cuando nos tiramos de
cabeza a nuestros “siempres”.
“Hay una puerta que he cerrado
hasta el fin del mundo”, dice también Borges en otro poema, Límites. La vida se halla plagada de
límites a lo posible.
La mirada lúcida los reconoce. Y
se da cuenta también de la vanidad del pataleo.
Me conmueve el ser humano. Su
astucia y virilidad cuando abandona el suspiro del subjuntivo y con un corte y una quebrada se pone al compás
de la vida dirigiendo preciso el perfil
al presente del indicativo.
Marisa Mosto