Altas y sólidas,
impersonales y frías,
inalcanzables.
Aisladas, amargadas, impenetrables.
Murallas propias, murallas ajenas. Alma cansada, alma
desalmada.
Lejanas. Desorbitadas.
Murallas que no oyen, murallas que ya no sienten.
Han visto, pero ya no ven. Han amado, pero se han enfríado.
Duras por el dolor, apáticas por el llanto.
Silencio. Todo lo que se oye de la muralla.
Paula Munaretto
¡Qué triste es encontrarse con gente amurallada! Tengo en mi memoria, la vez que conocí a Ricardo, un enfermo terminal de SIDA. Su familia lo había abandonado en el Hospital y no tenía amigos que lo visitaran. Cuando yo llegué al pie de su cama, lo saludé y ni me contestó. Le preguntaba cosas y no me hablaba. Al ver la negativa que tenía Ricardo, me fui, no sin antes darle un abrazo y un beso. Confieso que me dio cierto asco, pero lo hice igual. Cuando ya me estaba yendo, habló Ricardo y me pidió que se lo hiciera otra vez. Lo volví abrazar y dar el beso, y Ricardo comenzó a llorar. A partir de ahí nos hicimos muy amigos. Lo visitaba todos los domingos durante un mes y medio hasta que murió. En todo ese tiempo, pude ver cómo un fortín atrincherado se transformó en una pampa llena de vida y luz.
ResponderEliminarQué historia tan linda y tan triste a la vez Héctor.
ResponderEliminarLas palabras de Paula describen una situación de tremendo aislamiento, de dureza del corazón. Esas personas que se han vuelto de piedra a causa del dolor y con su actitud no hacen sino multiplicarlo.
Y vos venís y señalás el camino inverso(difícil pero tan posible como fecundo)a la ternura de la vida.
¡Gracias a los dos!