Siempre
se encuentra a alguno que no tiene mucho interés por la literatura, nunca falta
el que es indiferente a la danza, siempre hay alguien que se aburre con el
teatro... pero es raro encontrar especímenes que se atrevan a decir que no les
gusta la música. Por lo pronto, todos escuchamos música de vez en cuando, en
alguna de sus múltiples variantes, y eso invita a pensar que la música les
gusta a todos. La idea es polemizable, lo sé. Hay días en los que creo que no
le falta razón al que sostiene la tesis de que a la mayoría de la gente no le
gusta la música sino lo que ella les provoca: las emociones que ésta les
despierta, los recuerdos que le trae, la letra que acompaña... La teoría afirma
que son contados los casos de los que verdaderamente gustan de la música en sí. Es posible que haya algo
de cierto en eso.
Pero,
al fin y al cabo, ¿qué es la música en sí? “El arte de combinar los sonidos”
dicen los manuales, y está muy bien. Más reflexiona uno sobre la cuestión, más
se da cuenta de que esa definición acierta con su sencillez. Pero a la vez,
¡cuánto misterio insondable se esconde dentro de esa simple formulación sobre
tan compleja realidad! En lo personal, no dejo de sorprenderme con las
paradojas que la música me revela. ¿No es acaso curioso, por dar un ejemplo,
que, siendo el arte que con más efectividad trasmite contenidos afectivos sin
intermediarios conceptuales, sea a la vez un arte tan racional? Si Leonardo se
animó a decir de la pintura que era cosa
mentale, ¡cuánto más habría que decirlo de la música! Tan matemática por un
lado (intervalos aritméticos, fracciones rítmicas, escalas y arpegios
rigurosamente calculados, velocidades medibles...) y tan sentimental (ahí están
los tonos menores invitándonos al recogimiento melancólico, los acordes
disminuidos suscitando escalofriantes temores, los suspendidos impacientando
nuestra espera de un venturoso porvenir, las séptimas despertando nuestra
espontaneidad y los acordes mayores colmando de alegre serenidad nuestras
almas).
¿No
es acaso curioso también que, siendo la música el arte que “se toca”, sea a la
vez el más “intangible” de todos? Tan llena de misterio impenetrable, la música
supera no sólo al tacto, sino que la vista (sentido al que solemos considerar
“superior”) tampoco tiene, rigurosamente, acceso a ella. Y sin embargo cuánto
color tiene a veces y cuántas imágenes nos dispara... Si hasta hay pintores que
buscan imitarla y “componer” mediante sus obras...
Notemos
también a cuántos lugares nos transporta, justo ella que carece de espacio...
En efecto, la música nos lleva a los más diversos lugares, pero ¿dónde están
los minuetos de Bach o las sinfonías de Mozart? Alguno se apresurará a
responder que en la partitura, pero sabemos que no es cierto. Esas hojas con
tan particulares garabatos son tan solo simples (o no tan simples) indicaciones
sobre cómo ha de ser interpretada la música, pero no son la música en sí.
Además, si los oratorios de Haendel fueran su partitura, habría miles de
“Mesías” en el mundo, cuando lo cierto es que hay uno sólo. Y, por si faltaran
argumentos, piénsese en todas las veces en que hay música sin anotaciones, como
bien saben algunos folkloristas, rockeros, jazzeros y especialmente los
saxofonistas. La música gambetea la pregunta por el dónde, porque solamente
responde al cuándo. Existe mientras suena; hay música mientras está siendo
interpretada o bien, en los últimos tiempos, mientras algún artefacto la
reproduce. La música es un arte del tiempo... del tiempo bien vivido. He ahí la
enseñanza del hecho melódico: una conjunto de acontecimientos sucesivos que no
se resquebrajan en la fragmentación, pues cada instante pretérito sigue vivo en
el siguiente y cada segundo por venir brota de las entrañas de la misma
travesía ya recorrida, dándole continuidad y perfección a una línea llena de
sentido.
Y
sin embargo, siendo un arte del tiempo es, paradójicamente, también el que
mejor logra trascenderlo. La pieza musical es inmune a la erosión de los
relojes, su patria es la eternidad. Las pinturas pueden perder su brillo y las
esculturas sus extremidades, pero la 5ª sinfonía de Beethoven permanecerá para
siempre inalterable, porque la pieza musical, una vez que es, no deja ya de
ser. Siglos y siglos no son capaces de borrar una sola nota. Y a pesar de que
nadie, ni el mismo sujeto, la interprete dos veces de manera idéntica, la obra
es siempre la misma.
Qué
locura tan genial esto de la música, si bien dice Nietzsche que, si no fuera
por ella, tendríamos justificadas razones para volvernos locos nosotros. Yo no
sé si eso vale para todos, pero intuyo que es cierto al menos en lo que a mí
respecta.
Martín Susnik