Francesca
Linder, Volver, fotografía
intervenida, Córdoba 2010. (Ilust. blog)
Dejo ese hotel horrible, con sus habitaciones escuálidas
de puertas sin número ni nombre, baños sin cerrojos, inodoros sospechosos y
canillas goteantes. Nunca se sabe dónde se entra ni quien te observa…
La calle es una mala huella irregular, barrosa y sin
pavimento, donde manejo el viejo auto de mi viejo, preocupado porque no le dije
que me lo llevo. Pero no tengo tiempo, no puedo demorarme tomando alguno de los
desconocidos números de colectivo que pasan indiferentes, sin detenerse.
No reconozco el barrio donde está la Sede, que sigue
teniendo por fuera el aspecto de palacio neoclásico que siempre tuvo, aunque
por dentro está tan cambiada que, dejando la plebeya bicicleta, me pierdo al
salir del ascensor y dar vuelta la primer esquina del corredor que llevaba a
Presidencia. Abro la puerta de la Secretaría Privada, y saludo a la Srta G, que
ya debe ser señora, pero que aún es la rubia fascinante que recuerdo.
Me observo de reojo en el mismo espejo de siempre,
acomodo alguna arruga, algún botón flojo, y pregunto por el Presidente,
explicando que me espera porque el Secretario G le pidió que hablara conmigo.
La Sra. G me saluda
- Cómo te va, cuánto tiempo que no venís por acá
y sonríe con aquella cautivante pero lejana sonrisa de
antaño.
- El presidente tuvo que viajar, pero te espera el Dr. G
Subo un piso, por la gran escalinata de mármol,
explorando caras que no aparecen y que prefiero no ver. Golpeo a una puerta con
vidrio esmerilado y manija de bronce lustroso y abro.
La Srta G, tan bonita como antes, se levanta para
saludarme con un beso en la mejilla. Me siento contento pero incómodo. Conozco
la oficina, he estado tantas veces, pero está muy cambiada. G no me quería
tanto, por este lado de la Sede nadie me quería tanto.
-¿Qué te trae por acá?
-Me manda el Presidente.
Gesto amable pero que disimula la sorpresa
-¿A sí?. Esperá un momento.
Levanta un teléfono, murmura dos palabras
- Vení, pasá.
Y me abre la puerta. Paso junto a ella, huelo su perfume.
Qué buena que estás todavía, pienso.
El Dr. G se levanta y viene a saludarme. Amable, como
debe ser, pero lejano. Me hace sentar, ofrece un café, acepto el café, un breve
comentario superficial. Empiezo a sentirme incómodo, descolgado, desubicado. Me
domino.
-¿Qué te trae por acá?
- Un proyecto… bah, unas ideas de proyecto de las que
hablé con el Secretario G y que le comenté por mail al Presidente. Son cosas
que se podrían hacer a partir de políticas que anunció el gobierno sobre temas
que conozco… ¿No te llegó nada?
-Si, algo me llegó, pero vos sabés cómo es la Casa, las
noticias se disgregan, dan vueltas por los pasillos, es difícil estar bien al
tanto de todo.
El café se me ha quedado atascado en el esófago. Controlate,
me digo, sé concreto.
Soy concreto, digo bien el buen relato que tengo armado
desde hace tiempo, doy toda la información necesaria para que me entienda y se
interese. Sé que no fui brillante pero sí convincente, pero me vuelvo a sentir
dando examen, cosa que odio, que no quiero hacer más, porque ya he dado y
aprobado todos los exámenes imaginables.
G se pone insoportablemente en doctor. No me critica, no
me contradice, repite varias veces lo interesantes que le resultan mis ideas.
Divaga sobre las generalidades de las dificultades. Termina diciendo que
justamente hoy, en este momento, hay una reunión de análisis sobre los
anuncios, a la que le parece conveniente que asista. Y me lleva al salón de la
reunión, otro de esos lugares palaciegos, en el que están liquidando un lunch porque ya es mediodía. Me
presenta al Ing G, uno de los Jefes de Proyecto de la Gerencia, y se manda a
mudar. El Ingeniero, al que yo recuerdo como un colaborador de segunda línea, y
que me recuerda como un jefe lejano, es evidente que se pregunta de dónde me
descuelgo yo y qué vengo a hacer en este tema, preguntas que yo, cada vez menos
cómodo y más convencido de que me estoy mandando una patinada ridícula, también
me hago con más angustia y más furia.
Alguien me pone una copa de algo en una mano. Tomo con la
otra un canapé de una bandeja que pasa. Charlo de generalidades cada vez más
incoherentes con el Ingeniero, y después con la joven Licenciada G que trata de
impresionarme con su inteligencia. Por fin llaman a continuar la reunión y yo
le pregunto a un desconocido dónde está el baño.
Salgo del salón, voy al baño que resulta aún peor que el
de hotel y, al salir, me encuentro en la que fue mi oficina, y que ahora está
llena de papeles viejos, una máquina de escribir ya antiquísima, muebles
polvorientos y desvencijados y un teléfono que no funciona..
Cuando trato de salir, la puerta no abre.
Encuentro otra puerta, la atravieso y descubro que estoy
en la calle, junto a la bicicleta. Llueve con todas las ganas, así que me subo
a la bicicleta y empiezo a andar, pensando cómo se llega a mi casa desde allí.
Y así, abandono las oscuras, confusas y amargas
profundidades del inconciente. Recupero el aire fresco de mi realidad, las
sábanas tibias de mi cama solitaria, y abro los ojos a la hermosa lluvia que
acaricia mi jardín
Y pienso que este sueño, de significados bastante
evidentes, da para un cuento.
En casa, 30 de
Enero de 2012. Llueve
Jorge Oscar Marticorena
Qué interesante, Jorge O., eso de nombrar a los personajes con un solo "nombre", G. Me genera ese malestar del ser genérico. Ni la Srta G, por "más buena que esté todavía", se salva de esa disolución de la identidad personal.
ResponderEliminarY el marco de lo onírico es ideal por lo marcadamente subjetivo del relato. Gracias!
Tanto polvo y pasado, tanta cosa desvencijada, la burocracia y los funcionarios. Me resultó muy asfixiante el texto (comparto lo que dice Héctor, todo aparece como "borroso", como tras un vidrio opaco) y esa bicicleta azul un puente a la libertad. Justo anoche tuve un sueño del que me hubiera gustado escapar en una bicicleta azul. Qué lindo azul en medio de tanto gris.
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