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El nunca célebre cineasta checoslovaco Jaroslav Novinka es sin duda uno de los representantes más destacadamente ignotos de la Nova Vlna, movimiento de vanguardia del séptimo arte en el país de Europa centro-oriental de postguerra. Su inspirada obstinación lo empecinó en un innovador proyecto: realizar una película que no concluyera jamás, es decir un inacabable largometraje, al cual el mismo Novinka prefería denominar infinitometraje. Tal pretensión se apoyaba en interesantes presupuestos estético-filosóficos del artista así como también, claro está, en su proverbial incapacidad para preveer inevitables inconvenientes técnicos. Bastaría con mencionar sólo algunos para darnos cuenta de que la empresa era, a la larga, irrealizable: la imposibilidad presupuestaria y material de utilizar una cinta infinita de celuloide, la dificultad para seguir escribiendo in aeternum el guión a la par de un incesante rodaje, la improbabilidad de conseguir actores, maquilladores, iluminadores, asistentes y productores que se comprometieran con suficiente perseverancia con un proyecto semejante y, por último (nunca mejor dicho), la inevitabilidad de la muerte, que interrumpiría tarde o temprano la existencia de los involucrados, incluyendo al mismo Novinka y a los eventuales espectadores. Entre sus preocupaciones estéticas y filosóficas se encontraba, sin embargo, la loable pretensión de construir una pieza artística que perdurase para siempre en el tiempo, rasgo éste que el cineasta consideraba esencial a cualquier obra maestra.
El rodaje comenzó en el frío noviembre de 1966 y, al parecer, se prolongó apenas hasta el otoño checo de 1979, época en la que Novinka dejó de contar con los fondos necesarios para continuar con su odisea cinematográfica. El material que el mismo director editó hasta entonces daba por resultado una cinta de ochenta y una horas con catorce minutos y nueve segundos. Resulta imposible narrar de qué trataba la historia a esa altura, ya que lo que en un principio parecen papeles protagónicos terminan adquiriendo un rol secundario a medida que avanza la película o directamente desaparecen, en algunos casos por hartazgo de los actores y en otros por su simple deceso, como se ha dicho.
Con el fin de seducir a nuevos inversores y recuperar fondos para la continuidad del emprendimiento, Novinka presentó las ochenta y una horas de material fílmico en el Festival de Cine de Ostrava, aclarando que se trataba apenas de “avances preliminares”. La presentación fue un rotundo fracaso, principalmente debido a que la proyección finalizó dos días después de que el Festival hubiera concluido. El temible crítico Milos Hluk escribió por entonces: “El monumental proyecto de Novinka hace transitar al espectador por todos los estados anímicos posibles. Hace reír en un comienzo, se transforma en drama después de la cuarta hora, se convierte en una experiencia de terror pasada la séptima y tarde o temprano (diría que más bien “tarde”) conduce al espectador al más tedioso de los soponcios. No sabemos si Novinka logrará terminar su película sin fin, pero lo que es seguro es que con lo que realizado hasta aquí su film es padecido como algo interminable.”
Semejante opinión lapidaria fue el empujón que necesitaban los funcionarios públicos para censurar el proyecto de Novinka; ya se sabe lo cruel que supo ser la censura en esas regiones por aquellos años. Argumentaron además que una película de tanta duración entorpecería la eficiencia trabajadora del proletariado y obstaculizaría su rol protagónico en la historia (aunque es de sospechar, una vez más, que ninguno de los censores de la obra –aún inconclusa– se haya tomado el trabajo de verla).
Poco y nada se sabe de lo que ha sido la vida y obra de Jaroslav Novinka después de aquella prohibición. Sus detractores sostienen que logró fugarse a los países occidentales y, sucumbiendo a los placeres efímeros del capitalismo, terminó filmando publicidades comerciales de escasa duración. Sus admiradores, por su parte, afirman que sus semillas han germinado y su influencia se hace notoria en la existencia de las actuales sagas cinematográficas y en el hecho de que los carteles con la leyenda “Fin” prácticamente han desaparecido en el cine contemporáneo. Consideran esto último una señal de que las películas pretenden al menos jugar con la idea de la infinitud y la sempiterna duración a la que aspiraba el cineasta checoslovaco. Los más fanáticos defensores y discípulos se animan incluso a enunciar que la herencia de Novinka se ha universalizado y que todas las películas no son más que la continuación de aquel innovador proyecto del vanguardista director.
Sin caer en semejantes extremismos, nos resta a nosotros, sin embargo, inspirarnos con las intenciones de Novinka y reflexionar al menos, en su homenaje, sobre la finitud (o no) de nuestros propios proyectos y existencias.
Martín Susnik
Martín, tu Novinka me hizo acordar a ciertos personajes de García Márquez. Aunque por la procedencia debería decir de Kafka. Sin embargo más allá de la distancia y los climas (como señalaría Ignacio) están emparentados ¿Sabías que García Márquez decidió dedicarse a escribir después de leer la “Metamorfosis”? El dato aparece en un libro-reportaje que le hicieran “El olor de la guayaba”. Allí dice que cuando terminó de leer la “Metamorfosis” pensó “Si esto se puede escribir, yo quiero ser escritor.”
ResponderEliminarDigo García Marquez y no Kafka porque Novinka tiene algo que enternece, esa obstinada pretensión de lo para él imposible de lograr que es en definitiva una sobria metáfora de la existencia humana.
A veces se nos pide vivir cada instante como el último pero en el mismo momento anhelamos que no lo sea. Nuestra vida está sujeta a ese raro tironeo de lo finito anhelando lo in-finito
Pero como muestra tu texto con mucha gracia y elocuencia, nuestro “para siempre” anhelado no puede ser un “para siempre” de lo ya conocido, la reiteración de lo mismo, tiene que ser algo totalmente diferente, si lo hay. Algo de lo cual no tenemos la mínima idea. No tenemos la mínima idea de cómo sea aquello que anhelamos. Es todo muy raro, ¿no?