Gian Lorenzo Bernini
¿Por qué la palabra árbol? Porque dice mucho. En la naturaleza encontramos a veces la metáfora de lo que no podemos explicar con palabras. A veces, y sólo a veces, la naturaleza y las metáforas que nos surgen de observar la naturaleza nos explican mejor que las palabras lógicas y racionales que sacamos de un pensamiento subjetivo. Cuando a uno le dicen, “dibujá naturaleza”, ¿qué es lo primero que dibuja? Generalmente, un árbol. ¿Por qué? Tal vez es mera coincidencia, tal vez es la primera asociación que hace el pensamiento porque es lo que más seguido ve. O tal vez, y sólo tal vez, porque uno puede sentirse identificado con el árbol. ¿Cómo? Tal vez, comparándose uno mismo con el árbol. Qué pasa si digo que las raíces representan nuestra base en la tierra, así como las raíces se alimentan de los nutrientes de la tierra, nosotros debemos tener nuestros pies sobre la Tierra y alimentarnos tanto material como espiritualmente de los nutrientes que nos da nuestro receptáculo.
Pero “no sólo de pan vive el hombre”, también, como el árbol, necesita agua. El agua de la lluvia; que puede ser comparada a Jesús: viene del cielo, y nos alimenta acá en la tierra. Penetra en nuestra realidad de todos los días, baja hasta la Tierra y se hace parte de nuestro barro cotidiano, para luego penetrar desde nuestras raíces y hacernos crecer. ¿Crecer hacia dónde? Hacia el Sol.
Aquél Sol que por más lejos que esté, penetra con su calor y su luz. Parece pequeño a los ojos humanos, pero para el árbol, es más importante que cualquier otra cosa; debe abrirse paso frente a cualquier cosa, para llegar a Él, aunque muchas veces el hombre, digo, el árbol, no sepa que busca la luz, que busca lo divino. Es una inclinación natural, tal vez, y sólo tal vez. El Sol es Dios que siempre ilumina, en cualquier época, sea buena o mala, de frío o de calor, haya sombra, haya nubes, la luz siempre está más allá del cielo; aunque no la veamos, la luz está. ¿Y la noche? Acaso Dios nos abandona. ¡No! Que no lo veamos, no quiere decir que no esté. Pero es difícil imaginar que está cuando no lo sentimos. Pero veámoslo en el reflejo de la luna. En María. Que ilumina, tal vez no con luz propia, pero sí reflejando a Dios. Además Dios nos carga bastante durante el día, para que podamos sobrevivir durante las noches. Y no sólo eso, sino que además, nos deja una luz en el cielo, que nos cuida y que incluso a veces, y sólo a veces, nos sonríe también.
El aire es el Espíritu Santo que te rodea en toda la etapa de tu vida, desde el Bautismo, y sobre todo desde la Confirmación , por eso no hay aire debajo de la tierra, porque es necesario crecer y ver la luz para recibir al Espíritu. Aunque a veces no lo sintamos, está a nuestro alrededor.
Pero las raíces, aquellas dispersas por la Tierra , en algún momento deciden formar un tronco. Un tronco constituido de virtud y experiencias, vivencias que tienen como fin alcanzar el Sol. Pero para estar cerca del Sol, la virtud debe crecer firme y recta. Si el tronco está doblado, pronto el árbol entero puede desprenderse y caer.
Las hojas son los momentos esporádicos de encuentro místico con Dios, por eso salen de las ramas, que son aquellos talentos que nos regala Dios para acercarnos de una manera particular e individual a él. Con las hojas rozamos a Dios. Éstas se cargan de vida plena; y una vez maduras, caen para dar testimonio de Dios a las semillas que están en la tierra y están a punto de crecer. El aire, Espíritu que nos vivifica guía las hojas que están cayendo, porque sólo el Espíritu sabe dónde es necesario que caigan.
Hay diferentes carismas: algunos tienen el tronco de virtud ancho pero que pincha; algunos fino, pero que llegan muy alto, algunos gordos y esos son los que más asombran a los árboles a su alrededor. Algunos tienen hojas grandes; algunos tienen más cantidad que otros. A algunos les salen flores y otros tienen frutos. Algunos tienen muchas ramas, otros pocas, pero qué ricos frutos le salen de esos talentos.
El árbol vive muchos años, se llena de virtud, de agua, y toda su vida busca el Sol. Pero cuando se pone viejo, el alma que animó a aquella pequeña semilla, deja el árbol, y sus raíces, su tronco, sus hojas se marchitan; ya no tiene hojas, ya no está húmedo de agua, su aspecto ya no es el de la inmensidad, sino que da pena. ¿Qué paso con aquél árbol vivo? El alma del árbol ya no está en él, sino que está cerca del Sol. Lo vivido, lo material, lo experiencial, el tronco, queda en la tierra y fecunda el suelo; enseña con el ejemplo a otros árboles a crecer gordos como él, o a veces, a que si creces torcido, algún día vas a caer; pero el alma llega al Sol y se prende fuego, forma parte de ese fuego eterno que nunca se apagará.
Nicolás Balero Reche
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