Carlos Alonso
Ella estaba sola y tranquila. Estaba en una isla, su isla. Frente a este, que para nada celeste, sino más bien amarillo, rojo y un negro, que en su papel protagonista perforaba la tela y daba un aire de pesadumbre y aflicción.
Ella pinta con los dedos como si fueran suaves plumas de otros tiempos.
Y en un bailar zigzagueando descubre un arte jamás pensado. Una mancha, otra manchita… ¡un manchón! Un gran pantano.
Aunque abstracto y surrealista, ella ingresa sin mentiras. La manifiesta y la revela y a sí misma se colorea.
Se pinta la nariz de un rojo cual payaso. Y con esas manos que no sucias pero sí manchadas, a sabiendas, crea nuevas tonadas.
Y allí, desde su isla, mira desde dentro esas caras de desconcierto; y ella como desilusionada intenta explicar sus corazonadas.
“Nadie me entiende…nadie me entiende…No estudies psicología o arte para intentar apreciarme. Introdúcete en esa galaxia pomposa, en ese universo lleno de manchas. ¿No entiendes que el negro es ese hueco que por tu culpa no lleno?
Si miras mi cuadro, me miras. Y si me miras debieras entender que todo hubiera sido diferente si mi amor, correspondido hubiera sido.
¿No entiendes que ese rojo tan tortuoso es la sangre que liberan mis ojos de tanto mirarte?
Me quité la vida por ti, y como si la conciencia te lo repitiera, pasas por mi presencia, me observas y te preguntas insólitamente por mi ausencia.
En un hoyo negro me metí. Ahora… ¿cómo hago para salir?
Me viste envuelta en un manto de sangre y te preguntaste porqué a mí.
Si tan solo no hubieras mirado a esa gallega…”.
El hombre se quita el sombrero y reverencialmente, se hinca ante el cuadro de su cornuda prometida y le reza un perdón, seguido de un tiro en el corazón.
Clemencia Campos
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