viernes, 8 de marzo de 2013

Regresar (Martín Susnik)






Suelo contar, sin intención de coincidir con la historia del pensamiento, que una de mis primeras preocupaciones filosóficas giraba en torno al problema del cambio. Puedo precisarlo: más que el cambio, lo que me inquietaba era el problema del regreso. Semejante picazón intelectual se me había despertado por varias razones; algunas más bien generales, a saber, que soy un ser humano y a nosotros, los hombres, nos son innatas las preocupaciones de este tipo, más allá de que a veces optemos por hacer oídos sordos a lo que nuestras almas preguntan desde sus grietas más íntimas. Otras razones eran específicas y personales: recuerdo las reflexiones de mi abuelo, por ejemplo, cuando, tras mucho tiempo, había vuelto a pisar los valles de su Eslovenia natal, en el lado soleado de los Alpes. Entre su huida de allí y su retorno habían pasado varias décadas, enrojecidas – para su disgusto – por un régimen contra el cual combatió y bajo la amenaza de cuya hoz se vio forzado al exilio. Sus comentarios, al “regresar de su regreso”, estaban sazonados con una amarga comprobación: ya no había posibilidades de “volver a casa”. No porque no se pudiera emprender el viaje o porque las puertas estuviesen cerradas, sino porque el lugar al que se pretende regresar ya “no existe más”.

Pocos años después fue mi turno de visitar las bellezas al amparo del Triglav, con la diferencia de que para mí no se trataba de un viaje de vuelta, como frustradamente pretendía ser el de mi abuelo. Sin embargo, también a mí, que había ido de visita, me tocaría regresar… pero para el otro lado. Y fue el día del retorno, esa gélida tarde de invierno gris, cuando comprendí la heraclítea experiencia del abuelo un poco más. Apenas los equipajes fueron descargados en casa, salí a paso raudo hacia lo de un amigo, protegiendo con capucha mi adolescente intelecto. El camino que tomé me hizo pasar frente a lo que denominábamos “el campito”, un lote baldío, cuya frágil protección alambrada vulnerábamos los muchachos del barrio en nuestra antaña infancia para, con un religioso presentismo, jugar a la pelota por las tardes. Pues bien, al pasar por el campito, descubrí que, durante mi mes de ausencia, el dueño del lote había cambiado el alambrado y sobre el ahora emparejado pasto – antigua alfombra rústica de nuestro juego – se hallaba estacado un cartel con un anuncio inapelable: “SE VENDE”. Mi marcha no pudo menos que detenerse ante la evidencia de que el tiempo se había negado a hacer lo mismo. El campito había dejado de ser, para siempre, nuestra cancha de fútbol.
La vecina del barrio tendría razón en objetar que hace ya cuatro o cinco años que habíamos dejado de corretear sobre ese rudimentario césped gritando goles  y protestando foul-es. Mi razón quinceañera elaboraba el mismo alegato. Pero ese no era el punto. El extraño escalofrío que trepó bajo mi campera no tenía que ver con que ya no jugábamos ahí, sino con la estremecedora comprobación de que ya no lo habríamos de hacer nunca más. Nunca más volveríamos a escuchar ese sonido de la pelota alcanzando el maltrecho alambrado que oficiaba de red en unos arcos cuyos “postes” eran verdaderamente postes. Ya no escucharíamos a la abuela de Arturo clamando, a cien metros de distancia, por su nieto para que fuera a tomar la leche. Ya no volveríamos a rogar que el cuero no cayera en zanja después de que la falta de puntería de alguno lo mandara a la calle. Ya no volveríamos a discutir si se había ido o no esa pelota disputada entre los impenetrables matorrales que señalaban, de manera muy confusa por cierto, el perímetro del campo de juego. Esa fría tarde, respirando el aire cortante del invierno lanusense del noventa y cuatro, comprendí que la infancia había partido para siempre. Y el regreso era imposible.
En esos mismos días leí los renglones de Manuel Mandeb, de la mano del negro Dolina: “No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan quietos y a la vuelta ya no están”. Sentí que comprendía esas ideas como quizás nunca antes había comprendido otras. Y, sin embargo, dice Borges, hay algo que se queda, hay algo que se queja. Supongo que Aristóteles sabría explicarlo. Cambio, permanencia, partida, actualización… ¿Regreso?
Hoy ya no coincido tan fácilmente con la idea de la imposibilidad del regreso. El paso del tiempo me ha enseñado no pocas cosas sobre la permanencia, paradójicamente. Más bien me pregunto si el regreso es no sólo posible, sino imprescindible; si todo viaje que valga la pena no es, en definitiva, un viaje de retorno. Si así fuera, no estaría mal insistir en el “¿de dónde venimos?” para ver mejor “¿qué somos?” e intuir el “¿a dónde vamos?”. Eso explicaría el enigmático sabor a nostalgia de nuestras existencias. Que ir sea volver… ¿Absurdo espacial? ¿Imposibilidad temporal? No tanto, quizás, si es que el punto de partida y el de llegada están un poco más allá del espacio y del tiempo.
Reecontrarse con la Ítaka de Ulises, con ese lugar por encima del cielo de Platón, con la Belleza antigua y nueva de Agustín… Después de todo, el hijo pródigo nunca avanzó tanto como retornando a la casa del Padre. En ese caso, ojalá se nos permita encontrar en el Alfa nuestra Omega.
Que así sea. Por los siglos de los siglos…





Martín Susnik


4 comentarios:

  1. ¡Uy! Te imagino caminando de adolescente lamentando esa ausencia y qué bien le queda ese tango a tus pasos.

    "25 abriles volver a tenerlos..." aprender a vivir sin pretender retener (valga la analogía para tantas situaciones o personas)
    Quizás sea mentira que se van quizás en algún lugar estén esperando un regreso. O quizás nunca se hayan ido pero no podemos darnos cuenta por que los tenemos frente a nuestra nariz.

    Muy linda tu reflexión Martín. Esta llena de ternura y esperanza.
    ¡Gracias!

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  2. Martín, siempre me causa mucho placer tu estilo de concatenar ideas que fluyen tan naturalmente una de la otra y así sucesivamente y que, finalmente, terminan instalando interrogantes de los más acuciantes.

    "Que ir sea volver… "... me sugiere la posibilidad de caminos circulares o por lo menos cuasi circulares como sería el caso de una espiral, que a la altura de la ordenada de partida implique un salto cualitativo. Ese sería el caso del regreso de tu abuelo a ésta su patria adoptiva - a su "nueva casa" - después de haber constatado que "su lugar" natal ya no existía. Quiero significar con esto que el abuelo salió de su "lugar de acá" y, luego de su paso por Eslovenia, regresó a... su "hogar de acá" - dónde se encontraría afincado realmente.
    Desde el punto de nuestra fe, esa circularidad aparece manifiesta en la parábola del hijo pródigo que, de alguna manera nos es aplicable a todos: Salimos del Padre, como sus creaturas, para cumplir con nuestra trayectoria en este mundo (finita en tiempo y espacio)... para regresar a ese mismo Padre, previo traspaso del umbral de la eternidad.
    Finalmente, deseo destacar que en toda cuestión relacionada con el regreso subyacen memoria y recuerdos.

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  3. Martín, me emocionó mucho tu texto. Lo primero que me dejó fue tristeza, soy una persona melancólica y cualquier mención del pasado me derrumba. Siempre pienso que 'todo tiempo pasado fue mejor', aunque me encantó lo de ver cualquier camino como uno de regreso, particulamente cuando decis:
    "si todo viaje que valga la pena no es, en definitiva, un viaje de retorno. Si así fuera, no estaría mal insistir en el “¿de dónde venimos?” para ver mejor “¿qué somos?” e intuir el “¿a dónde vamos?”. Eso explicaría el enigmático sabor a nostalgia de nuestras existencias. Que ir sea volver…"
    Pero siento que ese volver está solo en las palabras, porque en realidad esa esperanza del final, de volver, no la veo. Seguramente con los años vea más claro, ojalá.

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  4. Me encantó el texto, Martín! mucho más cuando puse el audio del tango. Me trajo a la memoria la lindísima película de Almodovar, "Volver", sobre las partidas y los regresos. Y además me hiciste revivir la angustia adolescente (me acuerdo como si fuera ayer), cuando decís que esa tarde de tus quince años te diste cuenta que no podías regresar a la infancia. Me pasó igual!! Y lloraba y sentía que nadie me entendía .... Ahora consuelo a mi hija de trece cuando no sabe bien qué le pasa y llora. Tiene razón!
    Saludos.
    Paola

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