Rene Magritte, La reproducción prohibida (Ilust. Blog)
Ni tres, ni siete, ni doce, sino seis
figuras con apariencia de apariencia de hombre, pero sin líneas definidas. Al
notarlos, podías experimentar toda la expresión infinita de un rostro, todo el
ser que comunica la mirada, pero sin observar los trazos de la cara: una
especie de rostro sin rostro. Simplemente, infinita comunicabilidad en una
mirada sin ojos, en un rostro sin cara.
En fila uno tras otro por una especie de túnel
de luz, caminando sobre la vida que acababa de terminar. Entre ellos, queriendo
comunicarse, pero sin poder hacerlo; y sin embargo entendiéndose sin poder
saber cómo entendían. Como si ahora fuera todo intuición, el dónde estoy, el
quién soy, el quién es ese otro… todo se hacía presente al intelecto.
Caminaron por mucho tiempo, pero sin ser
tiempo lo que pasaba; sino paso de sentimientos por la mente, acumulación de
felicidades y angustias encontradas, pero que no se daban en momentos distintos
si no que se tenían todas a la vez como un eterno presente. Por costumbre,
parecía que tuvieran la pesadumbre del paso del tiempo, pero de eso no había
allí.
De pronto llegaron a un lugar enorme.
Pero no sentían ese lugar, sino que sabían que estaban en un lugar más grande,
pero no en tamaño, sino en inmensidad. Las extensiones allí no eran moneda corriente.
Sabían que era enorme, inmenso, grande; pero cualitativamente. En este lugar no
lugar, estaba lleno de estos rostros sin caras, de estas miradas sin ojos; que
no se veían, no se olían, no se tocaban, no se escuchaban, no se sentían; sin
embargo se conocían entre sí: cada uno, sin entender cómo, sabía qué persona
tenía cerca, quién era aquél otro; con completa honestidad, completa
sinceridad; y sin vergüenza, sin imágenes, sin jerarquía. Y lo raro, era que a
pesar de todo, lo querías ahora sí tal como era, simplemente por ser como era.
Una voz estruendosa al principio,
reconfortante una especie de segundo después; que daba temor al principio, paz
una especie de segundo después; llamaba a cada uno por su nombre. Un nombre
ilegible, sin lenguaje, sin idioma, sin sonido; simplemente una voz que te
hacía reconocer que era a ti y a nadie más a quien se estaba llamando. Luego de
una eternidad llegó el turno de estos seis. Llamaron al primero y pasó a otro
cuarto que se sabía más pequeño, más acogedor, más personal. Paradójicamente no
había una balanza allí que pesara lo bueno y lo malo de cada vida; sino que
había una especie de péndulo personal que mostraba el equilibrio que debía
mantener cada uno en su vida según su propia personalidad creada. Y tampoco encontraban
a Dios enjuiciando en aquél cuarto, sino que se encontraban con un espejo: su
propia vida los enjuiciaba. Más allá del espejo y el péndulo, había varias
puertas.
Pasó el
primero. El movimiento de su péndulo era muy pequeño. La curva era muy
angosta, casi no se había ido de su propio equilibrio, y jamás había llegado a
ningún extremo demasiado amplio. Nunca se había arriesgado demasiado y por no
arriesgarse, casi no se había equivocado. Nunca había hecho nada extraordinario
por miedo a aventurarse. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no
la eligió sino que la aceptó.
Pasó el segundo. El movimiento de su
péndulo era extremadamente amplio. Había sobrepasado los límites de su propio
equilibrio, al ser tan abierta, era poco el tiempo que había pasado en
equilibrio, y lo pasaba muy rápido de una punta a la otra. Iba siempre
rebotando a los bordes, llegando a los errores extremos y viviendo siempre
fuera de sí. Era el tipo de los excesos. Se miró al espejo y supo qué puerta
debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el tercero. El movimiento de su
péndulo era nulo. Completamente estático, como si no hubiera tenido vida. No
había tenido movimiento. Nunca eligió, nunca decidió, nunca buscó, no se animó
a equivocarse. Esta persona se había suicidado. Se miró al espejo y supo qué
puerta debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el cuarto. El movimiento de su
péndulo era muy amplio para un solo costado y siempre el mismo, llegaba al
equilibrio y no iba para el otro lado, sino que rebotaba para ese mismo lado,
otra vez al mismo extremo, allí se mantenía por mucho tiempo hasta que volvía y
otra vez rebotaba rápidamente. No era un movimiento natural, sino que era
forzado, voluntario, como buscando ese mismo extremo: era adicto. Siempre se
había mantenido en el mismo extremo, en el mismo error. Siempre cayó con la
misma piedra, con la misma adicción. Se miró al espejo y supo qué puerta debía
cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el quinto. El movimiento de su
péndulo era circular. Daba círculos rápidos, sin frenar jamás. Nunca había
conocido siquiera el equilibrio, nunca pasó por allí. Su vida había sido
desenfrenada, desequilibrada, libertina, extremista, pero había decidido
vivirla así. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no la eligió
sino que la aceptó.
Por último pasó el sexto. El movimiento
de su péndulo era normal. Iba de un lado a otro, sin alejarse demasiado del
punto medio, pero tampoco quedando muy cerca del mismo, e iba de un costado al
otro, y probaba con otro lado y así sucesivamente. Se equivocaba, llegaba a un
punto en que se alejaba del equilibrio, pero lo notaba y el péndulo volvía al
medio, y sin embargo como no era perfecto iba para otro extremo fuera del
equilibrio; pero otra vez intentaba volver. Su vida era dinámica, imperfecta,
aventurera y feliz. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, éste la
eligió y la aceptó.
Nicolás Balero Reche
Muy interesante y diferente la forma de interpretar con que cara ( sin cara) nos presentaremos ante nuestro buen Dios, me gustó mucho, y me hizo pensar en la parábola de los talentos. Creo que cada uno elige,que, como, porque y para que vive la vida, está en cada uno decidir el uso o abuso que hacemos de la libertad de hijos de Dios, que tenemos de regalo. Muy bueno, gracias.
ResponderEliminarAnte todo, Nicolás, felicitaciones por semejante relato, que intenta describir lo indescriptible, con resultados más que satisfactorios. Sobra talento literario...
ResponderEliminarAhora, una curiosidad nomás, la segunda puerta a dónde lleva?
Me dejó pensando ese tema del equilibrio "geométrico-gravitacional" como símbolo de la salud moral.
ResponderEliminarCuando uno sube a Dios, dice Edith Stein, baja a su centro de gravedad y allí encuentra el equilibrio. Y ese equilibrio nos permite relacionarnos mejor con el entrono y gozar de él, de su gente, de sus paisajes, de las obras de la cultura que nos rodean. Y ese gozo nos recentra. Creo que todo ese movimiento aparece en tu imagen del péndulo, Nico.
Me hizo acordar también al "Gran Divorcio, un sueño"; ese cuento de Lewis.
Pero me llega un no sé qué de inmensa frialdad, soledad y tristeza infinitas en todos esos personajes.
¡Al fin alguien se aventuró a describir como se imagina el juicio personal después de concluida la vida en este mundo! Lo veo como muy meritorio, pues. Pero, ¿Será realmente así tan impersonal, "computadoril", al estilo del Gran Hermano de 1984? Un balance estadistico de todos los datos recopilados por supervisión y telecontrol sobre la vida del sujeto del caso y, luego... derivación a la salida apropiada y nada más? Por mi parte me siento más bien partícipe de la última frase de Marisa y la conecto con la idea que los cristianos tenemos de un Padre amoroso y cuyo Hijo preparó allá un lugarcito para cada uno de nosotros. Por consiguiente, espero que ese encuentro "post cruce del umbral a la eternidad" sea muy personal - al margen del destino final que nos toque.
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