jueves, 17 de mayo de 2012

Juicio (Nicolás Balero Reche)

Rene Magritte, La reproducción prohibida (Ilust. Blog)



Ni tres, ni siete, ni doce, sino seis figuras con apariencia de apariencia de hombre, pero sin líneas definidas. Al notarlos, podías experimentar toda la expresión infinita de un rostro, todo el ser que comunica la mirada, pero sin observar los trazos de la cara: una especie de rostro sin rostro. Simplemente, infinita comunicabilidad en una mirada sin ojos, en un rostro sin cara. 
 En fila uno tras otro por una especie de túnel de luz, caminando sobre la vida que acababa de terminar. Entre ellos, queriendo comunicarse, pero sin poder hacerlo; y sin embargo entendiéndose sin poder saber cómo entendían. Como si ahora fuera todo intuición, el dónde estoy, el quién soy, el quién es ese otro… todo se hacía presente al intelecto.
Caminaron por mucho tiempo, pero sin ser tiempo lo que pasaba; sino paso de sentimientos por la mente, acumulación de felicidades y angustias encontradas, pero que no se daban en momentos distintos si no que se tenían todas a la vez como un eterno presente. Por costumbre, parecía que tuvieran la pesadumbre del paso del tiempo, pero de eso no había allí.
De pronto llegaron a un lugar enorme. Pero no sentían ese lugar, sino que sabían que estaban en un lugar más grande, pero no en tamaño, sino en inmensidad. Las extensiones allí no eran moneda corriente. Sabían que era enorme, inmenso, grande; pero cualitativamente. En este lugar no lugar, estaba lleno de estos rostros sin caras, de estas miradas sin ojos; que no se veían, no se olían, no se tocaban, no se escuchaban, no se sentían; sin embargo se conocían entre sí: cada uno, sin entender cómo, sabía qué persona tenía cerca, quién era aquél otro; con completa honestidad, completa sinceridad; y sin vergüenza, sin imágenes, sin jerarquía. Y lo raro, era que a pesar de todo, lo querías ahora sí tal como era, simplemente por ser como era.
Una voz estruendosa al principio, reconfortante una especie de segundo después; que daba temor al principio, paz una especie de segundo después; llamaba a cada uno por su nombre. Un nombre ilegible, sin lenguaje, sin idioma, sin sonido; simplemente una voz que te hacía reconocer que era a ti y a nadie más a quien se estaba llamando. Luego de una eternidad llegó el turno de estos seis. Llamaron al primero y pasó a otro cuarto que se sabía más pequeño, más acogedor, más personal. Paradójicamente no había una balanza allí que pesara lo bueno y lo malo de cada vida; sino que había una especie de péndulo personal que mostraba el equilibrio que debía mantener cada uno en su vida según su propia personalidad creada. Y tampoco encontraban a Dios enjuiciando en aquél cuarto, sino que se encontraban con un espejo: su propia vida los enjuiciaba. Más allá del espejo y el péndulo, había varias puertas.
Pasó el  primero. El movimiento de su péndulo era muy pequeño. La curva era muy angosta, casi no se había ido de su propio equilibrio, y jamás había llegado a ningún extremo demasiado amplio. Nunca se había arriesgado demasiado y por no arriesgarse, casi no se había equivocado. Nunca había hecho nada extraordinario por miedo a aventurarse. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el segundo. El movimiento de su péndulo era extremadamente amplio. Había sobrepasado los límites de su propio equilibrio, al ser tan abierta, era poco el tiempo que había pasado en equilibrio, y lo pasaba muy rápido de una punta a la otra. Iba siempre rebotando a los bordes, llegando a los errores extremos y viviendo siempre fuera de sí. Era el tipo de los excesos. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el tercero. El movimiento de su péndulo era nulo. Completamente estático, como si no hubiera tenido vida. No había tenido movimiento. Nunca eligió, nunca decidió, nunca buscó, no se animó a equivocarse. Esta persona se había suicidado. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el cuarto. El movimiento de su péndulo era muy amplio para un solo costado y siempre el mismo, llegaba al equilibrio y no iba para el otro lado, sino que rebotaba para ese mismo lado, otra vez al mismo extremo, allí se mantenía por mucho tiempo hasta que volvía y otra vez rebotaba rápidamente. No era un movimiento natural, sino que era forzado, voluntario, como buscando ese mismo extremo: era adicto. Siempre se había mantenido en el mismo extremo, en el mismo error. Siempre cayó con la misma piedra, con la misma adicción. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Pasó el quinto. El movimiento de su péndulo era circular. Daba círculos rápidos, sin frenar jamás. Nunca había conocido siquiera el equilibrio, nunca pasó por allí. Su vida había sido desenfrenada, desequilibrada, libertina, extremista, pero había decidido vivirla así. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, no la eligió sino que la aceptó.
Por último pasó el sexto. El movimiento de su péndulo era normal. Iba de un lado a otro, sin alejarse demasiado del punto medio, pero tampoco quedando muy cerca del mismo, e iba de un costado al otro, y probaba con otro lado y así sucesivamente. Se equivocaba, llegaba a un punto en que se alejaba del equilibrio, pero lo notaba y el péndulo volvía al medio, y sin embargo como no era perfecto iba para otro extremo fuera del equilibrio; pero otra vez intentaba volver. Su vida era dinámica, imperfecta, aventurera y feliz. Se miró al espejo y supo qué puerta debía cruzar, éste la eligió y la aceptó.


Nicolás Balero Reche

4 comentarios:

  1. Muy interesante y diferente la forma de interpretar con que cara ( sin cara) nos presentaremos ante nuestro buen Dios, me gustó mucho, y me hizo pensar en la parábola de los talentos. Creo que cada uno elige,que, como, porque y para que vive la vida, está en cada uno decidir el uso o abuso que hacemos de la libertad de hijos de Dios, que tenemos de regalo. Muy bueno, gracias.

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  2. Ante todo, Nicolás, felicitaciones por semejante relato, que intenta describir lo indescriptible, con resultados más que satisfactorios. Sobra talento literario...

    Ahora, una curiosidad nomás, la segunda puerta a dónde lleva?

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  3. Me dejó pensando ese tema del equilibrio "geométrico-gravitacional" como símbolo de la salud moral.
    Cuando uno sube a Dios, dice Edith Stein, baja a su centro de gravedad y allí encuentra el equilibrio. Y ese equilibrio nos permite relacionarnos mejor con el entrono y gozar de él, de su gente, de sus paisajes, de las obras de la cultura que nos rodean. Y ese gozo nos recentra. Creo que todo ese movimiento aparece en tu imagen del péndulo, Nico.
    Me hizo acordar también al "Gran Divorcio, un sueño"; ese cuento de Lewis.
    Pero me llega un no sé qué de inmensa frialdad, soledad y tristeza infinitas en todos esos personajes.

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  4. ¡Al fin alguien se aventuró a describir como se imagina el juicio personal después de concluida la vida en este mundo! Lo veo como muy meritorio, pues. Pero, ¿Será realmente así tan impersonal, "computadoril", al estilo del Gran Hermano de 1984? Un balance estadistico de todos los datos recopilados por supervisión y telecontrol sobre la vida del sujeto del caso y, luego... derivación a la salida apropiada y nada más? Por mi parte me siento más bien partícipe de la última frase de Marisa y la conecto con la idea que los cristianos tenemos de un Padre amoroso y cuyo Hijo preparó allá un lugarcito para cada uno de nosotros. Por consiguiente, espero que ese encuentro "post cruce del umbral a la eternidad" sea muy personal - al margen del destino final que nos toque.

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