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“La
prudencia es la primera condición para la felicidad, y es menester, en todo lo que
a los dioses se refiere, no cometer impiedad, pues las insolentes bravatas que
castigan a los soberbios con atroces desgracias, les enseñan a ser prudentes en
la vejez” – Sófocles, Antígona (coro, conclusión)
Es
una actitud que siempre asiste a todo nuestro proceder consciente, aunque sea sólo
en forma implícita. Toda vez que pensamos establecemos relaciones entre los más
variados elementos y conceptos, con personas y, naturalmente, con nuestra
propia persona - a la manera de juicios lógicos. Observamos, pensamos, juzgamos
y procedemos en consecuencia. El pensar nos diferencia de los demás seres
vivos. Es la base de la libertad. Es el
vuelo del espíritu; frecuentemente hacia lo desconocido. Una aventura moral.
Pensando surgen y se plantean opciones que, luego la razón analiza y, habiendo
escogido la que considera la más apropiada, la voluntad la hará efectiva,
ejerciendo su libertad. Ello se concreta en obras – materiales o inmateriales -
que, luego, evaluamos. Juzgamos si son apropiadas o no, si son buenas e
implican progreso o, en el extremo opuesto, censurables y retrógradas -
desaconsejables. Juzgamos basándonos en
criterios que hemos adoptado como propios y que, al menos en parte son
subjetivos. Por consiguiente, posiblemente nuestros juicios sean sesgados de
cierta parcialidad. Y es bueno tener conciencia de ello, pues, si se quiere
arribar a conclusiones mesuradas y realistas. El progreso genuino depende de
ello - de la aproximación a la verdad, pues; o, por lo menos, del deseo sincero
de buscarla. Además, a las obras ajenas
las juzgamos preferentemente con rigor. En cambio, a las propias solemos
mirarlas con cierta indulgencia, ¿no? Consolémonos un poco: ello también hace a la condición
humana...
En
definitiva, el juzgar ideas, pensamientos, actitudes y hechos – propios y
ajenos – en relación a la verdad y al amor es lícito y necesario. Más aún, es
obligación moral imprescindible para todo aquél que quiere vivir honestamente:
para poder discernir lo bueno de lo malo.
Por
otra parte, siendo las obras en última instancia fruto del pensar, cuando
aquéllas según nuestra opinión
aparecen como censurables, estamos tentados de juzgar al pensante del
caso, aplicándole el dicho evangélico de que “por sus frutos los conoceréis”- y
condenarlo, sin más… ¿Con qué derecho? ¿En atribución de qué? ¿Conocemos
realmente todos los elementos de juicio y demás circunstancias que ese ser
pensante manejó para arribar a su conclusión “censurable”? ¿No es que tratamos,
soberbiamente, de ser como Dios, el único Juez que tiene el poder de escudriñar
hasta lo más profundo de nuestra intimidad y que al evaluar nuestros yerros
procede siempre con tolerancia y amor infinito? Por lo tanto, careciendo de esa
mirada benevolente de justicia omniabarcadora y que tiende esencialmente a
perdonar, reconozcamos con humildad que no nos compete erigirnos en juez del
prójimo sino, todo contrario, en juez de sí mismos en cuanto si estamos
cumpliendo cabalmente con el mandamiento del amor al prójimo, cuya medida es
justamente el amor a nosotros mismos. Algo así como la pajita en mi ojo
reconocerla como real viga y la “viga” en el ajeno como paja que es. Habiendo
justicia divina, el juzgar entre semejantes no tiene cabida. Al estilo de los
evangelios: “No juzguéis para no ser juzgados”. Es una cuestión de piedad para
con Dios, el prójimo y con uno mismo y, para este último, también de prudencia.
Obrando todos así, haremos que la vida sea más bella.