V. Kandinsky, Algunos círculos, acuarela, 1926
No es mi intención tomar dos palabras empezadas con “b” y quitarle a otro la posibilidad que use alguna de ellas. Simplemente aquí están reunidos dos ejemplares de mi infancia -y la infancia de muchos- bajo una misma idea: la libertad de lo lúdico que gana oxígeno para los pulmones del alma.
Es que así como nosotros remontábamos barriletes –el pasado está puesto adrede-, quizá también los barriletes nos remontaban a nosotros. Por lo menos, eso es lo que hacen ahora conmigo. Pensar en el barrilete es pensar en mi padre enseñándome a construirlo y elevarlo al viento con las bocanadas de aire caprichosas que podían tanto elevarnos al rango de “campeones del aire” o precipitarnos en la amargura de la impotencia. En este sentido el barrilete constituía un importante encuentro con la realidad más viva del mundo exterior, especialmente el mundo natural con el cual también confrontábamos a través de otros innumerables juegos que atrapaban nuestra imaginación.
Saber remontar el barrilete era casi un rito de iniciación por el cual teníamos que pasar y a través del cual nosotros, niños, éramos niños más plenos en nuestros “deberes” infantiles. Era como asumir la responsabilidad pequeña de ser persona de ley. Y en este sentido también, en el barrilete se condensaban dos generaciones: el niño y el padre, su primer maestro. El niño aprendía por medio de su padre las tareas infantiles que éste ya había aprendido cuando contaba con el mismo puñado de años y eso era parte de la vida. Es más, era la vida. Así, barrilete y vida se encontraban misteriosamente entrelazados por dos pares de manos –unas añosas, otras pequeñas- que miraban al cielo las ondas andantes del viento y la tela.
Las bolitas, quizá, sin escaparse a ese universo, sí, al menos formaban parte de otra galaxia. La galaxia de la amistad con los compañeritos del barrio o el colegio. Jugar a las bolitas y competir por ellas con las técnicas más habilidosas y depuradas en la carrera infantil por ser un niño experimentado y habilitado para estos quehaceres, era uno de los fines más anhelados por cada uno de nuestros corazoncitos. Las bolitas nos ponían en relación con los demás, otra cara de la realidad exterior.
Barriletes y bolitas; nosotros, los otros, la naturaleza y los desafíos y obstáculos que se interponían. Toda una escuela de crecimiento.
Les decía lo del pasado… ¿Por qué? Porque ahora ya cuesta mucho encontrarse con niños jugando, ¡imagínense si se trata de encontrar a niños jugando a las bolitas o con barriletes! El primer argumento de la falta de niños en la calle es la inseguridad. Es cierto, pero hay otro más: hemos dejado que algunos sonajeros tecnológicos nos quiten la posibilidad de volar con el barrilete o confrontar con las bolitas.
Si le vendimos el corazón a la tecnología desde la infancia estamos sonados porque la predeterminación binaria de la cibernética crea la ilusión -individualista y liberal por cierto- de poder hacer todo, de llevar a la plenitud nuestra libertad; pero nuestra libertad queda encerrada en la maraña de aquella misma predeterminación “de fábrica”, como los barriletes quedarían encerrados en la maraña insostenible de cables que hoy tapizan nuestro cielo. Y semejante situación, considero que aborda una realidad más profunda que es raíz y fundamento de lo que se ve en el exterior y que consiste en la falta de libertad creadora que parte del juego para hacerse vida y sentido.
Bolitas y barriletes eran testigos de un corazón que gritaba metas reales que nos permitían superarnos a nosotros mismos; bolitas y barriletes nos hablaban de un ponerse en movimiento para ser uno mismo y andar la vida para vivirla y encontrar sentido. En cambio, frente a la inerme y estéril máquina de la virtualidad sólo nos vaciamos a nosotros mismos superando niveles de juego que sólo nos incitan a tener más niveles de otros juegos a superar. Poder remontar el barrilete de la mano de papá es real, verlo flamear en el aire y soportar los ventarrones es real. Ganar una bolita en un duelo infantil o ensuciarse las rodillas en el noble campo de la “competencia bolística” son cosas reales que nos hacen gustarlas a ellas mismas. Ganar un videogame (o perderlo, que es lo más funcional al negocio de la empresa que lo vende) no es real y no nos conecta con nada salvo nuestra ansia de posesión vacía y circular que nos termina transformando en parte de la máquina misma.
Ya no hay barriletes, ni bolitas. Quedan todavía algunos papás que enseñen a mirar al cielo, también quedará por ahí algún pibe de barrio experimentado en las bolitas que se compadezca del chiquito que juega por vez primera y le devuelva la bolita perdida. Tratamos de quedar nosotros, quienes desde la filosofía o el arte, intentamos mostrar que jugar es cosa seria porque jugar hace bien al corazón, porque cuando esta sociedad -hambrienta de cosas genuinas- descubre un verdadero talento que se juegue por jugar lo valora, lo enaltece y lo toma de ejemplo.
Quizá vivir sea tan complejo y apasionante como remontar un barrilete.
Ignacio Leonetti
Bueniísimo. Completamente de acuerdo... "Si le vendimos el corazón a la tecnología desde la infancia estamos sonados porque la predeterminación binaria de la cibernética crea la ilusión -individualista y liberal por cierto- de poder hacer todo".. ojalá recuerde estas cosas si me toca algún día ser padre. Increíble texto. Un abrazo!
ResponderEliminarIgnacio:
ResponderEliminar¡Buenisimo tu texto! ¡Todo lo que trae tu infancia!
Lo que consterna al leerlo es que la situación que describís llegó para quedarse. ¿Qué hacemos? Habrá que buscarle la vuelta para poder enriquecer la experiencia humana dentro del nuevo horizonte. Si los barriletes y las bolitas eran la excusa para formar vínculos con pares o adultos, habrá que buscar otros modos. ¿Habrá otros modos?
El mayor desafío para mí se encuentra a nivel de la pobreza de la percepción: del tocar, del ver, del oler, del sentir el viento en la cara.¿Qué tipo de vínculos son los que podrán formarse cuando el universo de la percepción retrocede?
La verdad es que tu texto es como para escribir un tango.
Me encanto y estoy de acuerdo con lo importante del juego y lo incapaces que son las máquinas en suplir eso. Pero no creo, por suerte, que la infancia se haya contaminado todavía a tal punto de esos juegos cibernéticos. Si miramos con atención todavía hay muchos niños que juegan a los "desafíos" en las plazas, a la rayuela, a intercambiar figuritas, y porque no, a remontar barriletes y jugar a las bolitas.
ResponderEliminarMenos mal que todavía hay quienes consideramos el juego como algo serio y hasta esencial!
ResponderEliminarAgrego una idea: no sólo ver la falta de lo lúdico en los chicos de hoy, sino también la falta de esto mismo en nosotros los "grandes". Nada más lindo que jugar!!!!
Mis hermanitas se maravillaban el otro día con el arcano artefacto que es un yo-yo, o cuando mi hermano mayor les hace un truco de magia simplísimo. Así que ¡ánimo que no es para tanto! Los clásicos nunca mueren.
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