(Viene de
Éxodo-o-exilio)
−Nadie. No
soy nadie –dice él.
Calculo que habrá pasado alrededor de una
hora desde que yo hice la pregunta −una
pregunta en realidad retórica− que provocó
esta respuesta. Nadie; y sin embargo, sigue ahí, frente a mí, imponiéndome su
realidad.
No puede ser nadie. Nadie es cada uno de mis
compañeros de trabajo en la imprenta. Nadie fue cualquiera de esos incapaces de
hacerme feliz, de cuidarme. Nadie será en el futuro siempre por venir mi hijo
inconcebible.
Nadie, en todo caso, soy yo. Yo, ambigua, yo
medio viva y medio muerta, yo casi hospitalaria y casi hostil, yo mitad niño y
mitad salvaje, yo tan terrena como etérea. Yo que no soy yo. Que soy una falta.
O varias. Una sucesión de posibilidades truncas.
Pero ya no. Ya no soy yo, esa yo sida. Soy
diferente. Sí. Me siento invadida, casi como si la totalidad de mi cuerpo
estuviera bañada en agua, me siento invadida por algo nuevo, difuso pero nuevo.
Algo cambió. Siento, me parece sentir, que el agua me llega a todas partes.
Recuerdo el olor a leña húmeda encendiéndose
del cuerpo de U cuando hacíamos el amor. Es raro. No era olor a leña húmeda
precisamente, es decir: yo no olí precisamente eso, ni tampoco algo que me recordó
a eso, como por asociación. Es como si hubiera aspirado la… ¿esencia?… No, no…
la esencia no. Al revés, era… era algo concreto: como si hubiera aspirado la concreción
del cuerpo de U, su urgencia, su carne, su contundencia, su piel, y descubriera
que ocultaba ese olor. Pero tampoco, porque no lo ocultaba. Lo manifestaba. Era
como el lenguaje en el que ese manojo de músculos irrigados de sangre se
animaba a hablar. Eso: un lenguaje.
¿Y yo? ¿Qué lenguaje hablaré para él? Pienso
en el agua. Pero eso lo sentí, lo imaginé, yo. Yo, para mí. Pero yo para él soy
otra cosa.
−Y… −no sé cómo decirlo; así que ante el titubeo
hago la que nunca falla: me pongo en irónica− Oíme, Nadie –le digo, escondiendo mi timidez; él me mira,
yo le sonrío (no vaya a ser cosa que no note la sorna y se sienta ofendido), y
suavizo la voz, pero sigo actuando−: ¿cómo me sentís? –y ahí me doy cuenta que la pregunta puede interpretarse de muchas
maneras; dudo− O sea… −es
irremediable, se me va el personaje−, ¿me sentís como qué, me… me vivencias
como qué?
−No sé. Sos
como… algo así, pero no. Pero como el comienzo de algo –y se me escapa una mueca. Qué manera de esquivar la pregunta, también−.
Pero no sé, ¿vos cómo me sentís?
¡Ah! Y además quiere invertir los roles. Cualquiera
pensaría “descarado”, “son todos iguales”. Lo admito, ese pensamiento me acaba
de pasar, fugazmente, por la cabeza… Pero por otra parte me parece que se lo
toma en serio. Que le importa. Que yo le importo. Me quedo en silencio.
−Dale, decime
–él insiste, pero yo: más silencio. Me
hago rogar, cómo no. Si igual sé que se lo voy a decir. Se lo quiero decir−.
¿Me decís, por favor?
−Bueno,
bueno. Es que –asumo el hecho de que ya
estoy expuesta y por un momento no me meto en ningún personaje−. No, yo te
sentí como… te olía y olía leña húmeda, como cuando tarda en prender, pero…
pero prende.
−Ahí está: y
vos sos el comienzo del fuego.
Me agarra por sorpresa, vulnerable. Así que,
en mi interior, me niego: no puede ser, yo no tengo fuerza para eso, me está
mintiendo… me está acariciando el alma y yo no me voy a dejar adular.
−¿La chispa? ¿El
rayo? –mi tono es arquetípicamente
cáustico.
−No –cierra los ojos, intenta expresarse mejor−.
No. Es diferente.
−Soy
demasiado corta, demasiado seca. –sincericidio:
¡qué dije…! Mejor me callo− Callate, mejor, querés –qué me va a venir a decir. Si no me conoce. Claro: si no me conoce, yo
no soy nadie para él. Soy nadie. No él, yo soy nadie. Punto. ¿O no? Quizá no.
Porque él sigue ahí, imperturbable. Mirándome. Desnudo. Real.
−La chispa es
regalada. No es mía, ni tuya –se pausa,
me da la impresión de que se hace el misterioso, no, mejor, el iluminado, y
agrega:−Se nos da.
Pero tal vez él es así, y no se hace nada.
Quizá sólo soy yo la que me hago. Le voy a decir que qué ganas de sacarle peras
al olmo de las metáforas, y es que sí, la verdad, pero no le digo nada. ¿Para
qué?
−Vos
escuchame –me dice, y entonces yo me
sereno y lo escucho. En el fondo sé que se lo merece: es el hombre-leña−:
sin vos el fuego no se puede prender. Serás todo lo seca que quieras, pero sin
vos el fuego no se prende. La leña no arde. Hizo falta una chispa, una chispa
que, te repito, nos es dada, para que te encendieras, y al encenderte, me
encendieras a mí.
Y yo me callo. Y escucho. Qué lindo es
escucharlo. Ojalá así fuera. Podríamos quedarnos para siempre así, entre
dormidos y despiertos, soñando para siempre el uno con el otro. Ojalá.
Lástima que las cosas no funcionan así, que
la realidad no es tan… bella.
Josep Comas