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Mi abuelo se dedicó al comercio toda la vida.
Fue dueño de aquellos almacenes de barrio que tenían de todo y que vendían
suelto casi todo porque era una época en la que los plásticos y las fechas de
vencimiento no nos habían alejado tanto del natural sentido común de las cosas.
Mi papá, de joven, trabajó en el almacén/bar
y creció entre los jamones olorosos, el kerosén suelto y los naipes de algunos
vecinos que codeaban la mesa entre cantos, tintos y retrucos. Allí mi padre
–Oscar- maduró su temperamento “hiper sociable” que lo caracteriza y lo hace
sobresalir en las reuniones familiares, allí mi padre –en el almacén y en el
barrio- conoció a algunos familiares de una señorita que lo llevarían directo a
ella y que luego sería su esposa y mi madre.
¡Así eran los barrios!
Pues bien, entre tantas anécdotas que de
aquel almacén se cuentan, elegí una para nuestro encuentro con la “k de kilo”.
Un día, una niña de unos 10 años, se acercó
al negocio para hacer las compras. Justo la atendió mi papá (que no tendría más
de 18) y se desarrolló más o menos la siguiente escena:
Niña: ¡Hola! Mi mamá me manda a comprar
mil gramos de azúcar. Podría venderme mil gramos de azúcar.
Oscar (entre
azorado y cómico): Querrás decir un kilo de azúcar, ¿no?
Niña (sorprendida
por la inesperada variación de sus planes): No sé. Por favor, véndame mil
gramos de azúcar que es lo que me mandaron.
Y mi papá, sin decir más, sonriendo entre
dientes pero sin salir todavía de su sorpresa le pesó y sirvió “los mil gramos”
de azúcar que la niña buscaba.
Y yo pensaba para este momento, para este
mundo sofisticado por tantas vueltas y recovecos. Ojalá no perdamos la
capacidad de sentir, pensar y decir las cosas con la simpleza que ellas mismas
tienen y merecen. Ser simple y no por eso simplistas; ser simples y no por eso
menos profundos; ser simples para no complicarnos con “los mil gramos” y
disfrutar de la redondez de “un kilo”.
Esta simpleza creo que nos urge sobre todo a
nosotros, amantes de la filosofía, para pensar y hablar del ser, de las cosas y
del hombre de forma luminosamente simple. ¡Qué tanto hace falta!
Ignacio Leonetti
Me hiciste pensar en algunas lecturas que he hecho de textos de filósofos contemporáneos en las que uno nunca sabe si el que escribió quizo decir lo que uno interpreta (en el mejor de los casos en el que uno pueda llegar a interpretar "algo")o dijo otra cosa diferente quizás mucho más profunda que a uno se le pasó de largo. En fin, lecturas con las que uno no se queda tranquilo, como tuvo la suerte de poder quedarse tranquilo tu papá pues todos sabemos que un kilo son mil gramos, sino que uno se siente muy desgraciado, sólo, excluido.
ResponderEliminarCon ganas de irse, de ser posible, a jugar un partidito de truco al almacén de tu abuelo.
¡Muy lindos recuerdos Ignacio!
Ignacio: escuché que la gentileza del sabio es la sencillez de la respuesta. Y también escuché una crítica sobre Lacan que decía que sólo él podía llegar a entender realmente lo que había escrito, lo cual no era un defecto, sino verdadera altura de su saber. No se si será cierto, pero creo que lo que expresas en la simple anécdota oscila entre estos polos. personalmente me inclino hacia el primero, aunque sabemos bien que la tensión entre ellos nunca desaparecerá.
ResponderEliminarCon la debida simpleza pregunto: ¿No es más natural para una niña de diez años pedir MIL unidades (gramos) de algo en su propia lengua que tener que a recurrir a un prefijo griego (KILO) para decir lo mismo? - De vez en cuando se da la paradoja de que el sentido común está divorciado de la práctica, ¿no?
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