Jorge Oscar Marticorena, Catedral de Ferrara
Estuve en la catedral
de Köln (Colonia), luego de paseos góticos que se iniciaron una noche en Paris,
cuando una amiga me invitó, poco después de mi llegada, a visitar el Barrio
Latino. Me hizo recorrer esas callejuelas estrechas y llenas de meandros hasta
llegar a una esquina desde donde pude, de pronto, ver a Notre Dame.
Supe que era Notre
Dame. No tuve ninguna duda. Muchas veces había visto las fotos de esa catedral.
Sabía algo sobre el gótico porque tuve la suerte de encontrar, en el colegio
secundario, un profesor de historia del arte que nos explicó los cómos y los
porqués de ese estilo. Pero la dificultad con que me encontré para asimilar la
sorpresa, la emoción, el placer de verme a mí mismo en ese lugar, contemplando
esa belleza cargada de siglos de historias, me inmovilizó. En ese momento, solo
podía mirar y ser feliz. Mi amiga se acercó, divertida. Me preguntó qué me
parecía. Y yo solo pude murmurar
-
¡Es fantástica!
Este fue un comienzo,
pero no fue “el” comienzo. Toda mi educación secundaria transcurrió en un
colegio de élite. Ingresé después a la Universidad de Buenos Aires que, con sus
más, sus menos, sus impulsos y tropiezos, me enderezó hacia el camino de la
búsqueda de la excelencia. Camino en el que me perdí varias veces, pero que
retomé casi por casualidad al incorporarme a mi último lugar de trabajo en la
Comisión Nacional de Energía Atómica.
Estando allí, me
enviaron por un año a Paris, ciudad de mis sueños y fantasías, a trabajar en un
centro de excelencia donde aprendí algunas cosas. Pero, visitando catedrales,
museos, palacios, ciudades muy antiguas y muy hermosas, y también las huellas
horribles de la guerra en los campos de Verdun, asimilé ideas muy valiosas.
Una, la más importante, fue que no soy, ni quiero llegar a ser europeo, y que
aunque lo quisiera no lo lograría, porque ya soy esencialmente otra cosa: argentino.
La otra, que me faltaba
bastante para entender qué significa esa identidad.
Cuando uno vive, va
viviendo. Quizá, sin saberlo, rutinariamente. Quizá desordenadamente. Muchas veces corriendo tras figuritas de colores cambiantes, ilusiones
carentes de nobleza. Juntando mucha basura y, alguna vez, una joya extraña.
Hasta que, como por
casualidad, se llega una experiencia integradora. Eso me pasó en un cine de
Paris, viendo una película que resultó ser el empujón que me lanzó a un proceso
que aún sigue, el de la construcción de mi identidad de argentino.
La película se llama La
Hora de los Hornos. La realizó el Pino Solanas. Si quisiera describir lo que
sentí en términos ampulosamente clásicos, diría que fue una experiencia de
iluminación. Poniéndolo en un lenguaje mucho más popular, digo que me avivé de
cuánto chamuyo me había creído hasta entonces.
Pensando, leyendo,
volviendo a pensar, conversando. Caminando muchas calles. Entrando a casas,
alguna palaciega, alguna villera. Arriesgándome, algo o mucho, nunca lo supe
muy bien, en la militancia. Participando en una realidad que antes veía de
lejos, con temor y rechazo. Así aprendí que era un colonizado, y lo difícil que
es dejar de ser a la vez producto y víctima de un sistema colonial. Víctima
privilegiada, por haber sido incorporada, a través de un largo proceso de
entrenamiento, a una elite. Pero víctima. Y lo que es más triste, víctima
enamorada del colonizador. Víctima preparada para representar al colonizador,
para trasmitir el vasallaje.
Lo peculiar de estas
historias es que nuestros colonizadores, a lo largo de procesos propios, fueron
cambiando, ellos y sus estrategias. Y los vasallos, gracias a la sólida cultura
que asimilamos, hemos ido transfiriendo nuestra dependencia a los nuevos amos.
¿En qué estoy, en qué
estamos hoy? Soy uno de los muchos que, a través de procesos trabajosos y hasta
dolorosos, hemos construido estas convicciones liberadoras.
¿Está todo bien,
entonces?
Pienso que no. Me
disgusta abandonar amores tan grandes. He preferido emprender el difícil camino
hacia la síntesis de mis dos culturas, la argentina y la europea. Sintiendo
que, además, me atraen otras menos afines, pero también cargadas de riqueza.
Como se me acaba el
espacio, termino aquí. Pero todo ensayo, todo texto, debería tener un final
adecuado. Las palabras que siguen
pretenden serlo.
Como objetivo actual de
mi vida intelectual quisiera repetir un hermoso y arriesgado pensamiento renacentista:
“Que nada de lo humano
me sea ajeno”
Jorge Oscar Marticorena